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Por Jorge Morales

La mejor película de Pablo Larraín es NO (2012). Dentro de su filmografía, es la menos sórdida –un decadentismo moral y estético del que Larraín suele abusar (y que llega a cotas insoportables en El club, su peor película hasta la fecha)-, y tiene hasta cierta luminosidad, aunque esa luz no sea del todo marca de su propia autoría: el material original de la campaña del NO era deliciosamente encantador.

NO tiene humor y emoción, algo de lo que carecen el resto de sus películas, pero también contiene una idea subversiva y controvertida. Toma un hecho histórico del que hace una lectura legítima, pero que no se ajusta a la realidad. Larraín mira la campaña del NO como un mero instrumento de las fuerzas políticas en sus aspiraciones de poder, y hace creer que una operación publicitaria tan efervescente, efectiva y comercial similar a la utilizada para la venta de una gaseosa cambió el destino de un país. Queda en penumbra, obviado y hasta ninguneado, que la derrota plebiscitaria de Pinochet fue el resultado de una serie de movimientos sociales que se sucedieron, excediendo por mucho los alcances de una maniobra televisiva.

Pero no pequemos de ingenuos. Desde luego que los partidos y sus líderes tenían en ese entonces sus particulares cálculos políticos, y desde luego que el grupo que organizó la campaña tenía un oficio y olfato profesional que les permitía distinguir que los medios propios de la publicidad podían ser ocupados para un propósito más altruista que la comercialización de un producto. Todo eso es cierto, pero es sólo una parte de la verdad. El problema (y virtud) de Larraín es que reinterpretó los hechos no con los ojos de ayer sino con la lectura más prejuiciada y sospechosa que tenemos sobre los partidos políticos hoy día, y es indudable que en otro momento histórico, menos desencantado, la recepción de la película hubiera resultado harto más irritante.

Aunque nunca se le atacó derechamente en su momento, la película fue considerada ofensiva porque su perspectiva política era miope e injusta con el pasado (y un ajuste de cuentas justo y certero sobre el presente, por otro lado). Hay que decir también que, hasta cierto punto, revisionar ese material audiovisual y reposicionarlo, era un iluminador ejercicio en sí mismo, y que mirado bajo ese registro más cínico, ofrecía más matices que si hubiera estado al servicio de una película épica y edulcorada.

Larraín repite el mismo ejercicio con Neruda. Toma una figura icónica, y hasta cierto punto venerada (aunque medio mundo no conozca su obra más allá del Poema 20), y la desacraliza a tal punto que ve en cada una de sus acciones la sospecha. Es decir, Neruda no es el militante comunista comprometido con los trabajadores sino un burgués petulante que aprovecha la persecución política contra el PC de Gabriel González Videla a fines de los 40 para construirse una imagen universal de poeta rebelde. Para Larraín, Pablo Neruda era un hedonista sin remedio que lejos de verse consternado porque sus compatriotas y compañeros sean perseguidos, le fastidia verse privado de la libertad para pasearse por las calles y ser admirado y venerado por el pueblo. Como si el problema de la persecución política atentara más contra su comodidad que contra la democracia. No sólo eso, Neruda luego trataría de sacar beneficios personales, transformando su víctimización en un trampolín para su gloria pública.

Es una visión simplista y absurda. Significaría sostener que la construcción de una identidad fuera –a propósito de NO- como organizar una campaña. Es decir, una sumatoria de ideas preconcebidas y orquestadas por una persona para hacerse una imagen de sí mismo. En esa lógica, si Neruda se inventó la figura del perseguidor -como su perseguidor particular porque el policía Oscar Peluchonneau, interpretado por Gael García Bernal, si existió-, nunca fue un fugitivo. Y si no hay perseguido, no hay persecutor ni persecución. Es como decir que la ley que proscribió a los comunistas hubiese sido también fruto de su imaginación e incluso sospechar que Neruda –por qué no- no lo animaba ninguna honesta convicción política sino sólo sus ansias de fama y trascendencia. 

Yo no creo que Neruda deba ser protegido como una vaca sagrada, y me parece perfectamente legítimo que opere una deconstrucción hasta reinventárselo. Pero es sesgado sostener que un aspecto de la personalidad de un sujeto sirva para iluminar y resignificar todas las demás. Que sus vicios privados invaliden o hagan sospechar la credibilidad de sus virtudes públicas. Es probable que Neruda haya sido en parte todas las suposiciones que se tenían sobre él. Es decir, un revolucionario de palabra y corazón, pero un burgués amante de los placeres frívolos de la vida. Un fiel creyente del socialismo y un miembro feliz y desenvuelto de la socialité. Es decir, un tipo lleno de imperfecciones y extravagancias, que en su momento pudo ser perseguido con más o menos fruición, y ciertamente más protegido por sus fueros de clase que seguramente un anónimo campesino de izquierda. Pero que no fue un paria como cualquier otro militante marxista en ese momento histórico, sería desconocer lo que ha sido la violencia política en Chile.

Larraín tiene todas sus respuestas armadas. No es que Neruda se convierta "en" o se encamine "a"; no es que Larraín nos introduzca a un espiral de circunstancias que van armando poco a poco un personaje presa de sus propias contradicciones, sino que es al revés: son sólo las piezas de un rompecabezas ya previamente diseñado y sacramentado. Por eso el resultado es tan incompleto porque Larraín explora y explota lo más básico y mundano (y provocador si se quiere) que Neruda fue o pudo ser: un gozador, un político frío y calculador, un vanidoso, un burgués. Pero ciertamente nunca en la película es capaz de explicar cómo este megalómano de "oficio" es también un poeta de profesión. ¿Dónde está el escritor? ¿De dónde se nutre? Porque la película se preocupa de armar y documentar aquello que se supone lo hace "humano", pero nada de lo que lo convirtió en un mito, excepto, claro, la supuesta construcción legendaria que él hizo de sí mismo. Como si Pablo Neruda hubiera dedicado su vida a sostener esa leyenda y a escribirla, en vez de escribir y ganársela por consecuencia. Es como si toda su poesía hubiese sido, en definitiva, un medio y no un fin en sí mismo.

Se ha dicho que Neruda no es una película biográfica ni aspira a serlo. Pero titularla Neruda es un acto de manipulación (y estrategia publicitaria) si luego quiere sostenerse que no se trata exactamente de "su" historia sino de una fantasiosa mezcla de policial y artefacto metanarrativo que ocupa a Neruda de excusa. Porque Neruda es la historia de un poeta tan obsesionado consigo mismo que se inventa un policía que lo persigue, pero en una época y con un nombre muy definidos. Por lo tanto, no se trata sólo de una ficción retórica, sino que de una posición política frente al personaje. Por cierto, la persecución, propiamente tal, es floja y carente de suspenso, y tan esquemática como ese halo a film noir –con su fotografía gélida y esa música melodramática- que la película nunca es.

Neruda confirma lo que NO insinuaba más someramente. Que para Larraín las convicciones políticas y los principios ideológicos de la izquierda son bienes transables de seres dominados por las ansias de poder. "Así le gusta celebrar a la élite de la izquierda chilena cuando no se está quejando por algo. Les encanta empaparse del sufrimiento y sudor ajeno" dice Oscar Peluchonneau, casi como un alter ego del mismo Larraín. Porque más allá de sus dichos o las posturas políticas que ventila (que, en general, nunca se relacionan mucho con su discurso cinematográfico o pecan de ingenuas), Larraín cree erróneamente que las circunstancias históricas poco y nada determinan a las personas sino que son sus propios apetitos y mezquindades las que lo conducen. Como si ser de izquierda hace 80 años fuera lo mismo que serlo hoy día, y que la ideología siempre ha sido una estratagema de sus dirigentes para lograr algunas prebendas. Y es que Larraín, simplemente no sabe o no entiende. Y en la ignorancia, reina la sospecha.

Si bien es cierto este es un Neruda asible, es asimismo un Neruda despreciable. Larraín parece empeñado en seguir saqueando el imaginario de la izquierda chilena, y desmitificarla hasta su vaciamiento de sentido. Una tarea nada difícil hoy día cuando la misma izquierda se ha preocupado de sentar las bases de su propia destrucción. Por eso, contra todos sus esfuerzos, y si a alguien le cabía alguna duda, Larraín es el primer cineasta chileno auténticamente de derecha.

Neruda
Chile-Argentina-Francia-España, 2016
Dirección:
Producción:
Guión:
Fotografía:
Montaje:
Música:
Elenco:

Duración:
Pablo Larraín
Juan de Dios Larraín, Alejandro Zito y más
Guillermo Calderón
Sergio Armstrong
Hervé Schneid
Federico Jusid
Luis Gnecco, Gael García Bernal, Mercedes Morán, Pablo Derqui, Michael Silva.
107 minutos

 

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