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60° Festival de Cine de San Sebastián Por los caminos de la narración

Desde estilos distintos, las ganadoras de la Concha de oro Dans la maison, de François Ozon, y del premio Fipresci El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, ofrecieron los mejores momentos de la Sección Oficial del festival vasco, celebrado entre el 21 y el 29 de septiembre, con sus reflexiones sobre las posibilidades del cine para construir relatos. (Foto: Dans la maison)

Por Pamela Biénzobas

Hace un año, la atribución de la Concha de oro a Isaki Lacuesta por la bellísima Los pasos dobles generó reacciones encontradas al terminar el Festival de Cine de San Sebastián/Donostia Zinemaldia. Aunque obviamente la elección es una atribución libre y exclusiva del jurado (presidido en esa ocasión por la actriz Frances McDormand), en la primera edición de José Luis Rebolledo como director, el reconocimiento máximo a la obra más libre, inspirada e inasible de todas los que concursaban, se percibió como una señal del lugar cada vez más destacado que podría esperarse, en una selección competitiva de tendencia general clásica, para un cine más osado a nivel narrativo.

En su sexagésima edición, el festival acogió en su Sección Oficial una diversidad de miradas y de calidades que bien podrían observarse, en una elección totalmente subjetiva y arbitraria, a través del prisma de la narración. ¿Por qué? Simplemente porque lo mejor y más interesante que ofreció (así como muchos de los puntos débiles de las películas menos logradas) reposó justamente en las opciones narrativas. Desde estilos distintos, las ganadoras de la Concha de oro Dans la maison, de François Ozon, y del premio Fipresci El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, ofrecieron los momentos más altos del certamen con sus reflexiones sobre las posibilidades del cine para construir relatos.

Una mirada retrospectiva en algún tiempo más permitirá proponer si se viene una suerte de contramoda. Durante años, en el circuito independiente internacional logró imponerse como tendencia un cine que refutaba los dogmas del guion clásico y de la escritura previa en el papel. De allí salieron y siguen apareciendo grandes obras, pero como con todo efecto de moda, algunos se subieron al vagón (o se instalaron cómodamente en el vagón que ellos mismos habían lanzado), aplicando una fórmula en lugar de pensar un concepto, que no obstante sigue siendo un terreno rico y fértil.

Mientras unos tomaban una cámara ligera sin saber –o sin sentir- qué que querían contar, ni cómo lo contarían, otros continuaron reflexionando sobre las posibilidades que ofrece el cine para narrar y para poner en cuestión la noción de relato. Realizadores de distintos universos hicieron del guión no un enemigo ni un dictador, sino un compañero de juego para la cámara.

Dans la maison

François Ozon de hecho no sólo ganó la Concha de oro sino también el Premio del jurado (presidido por la productora –de Todd Haynes, entre otros- Christine Vachon) al mejor guión por Dans la maison, que él mismo adaptó de la obra El chico de la última fila del madrileño Juan Mayorga. Presente en San Sebastián, el dramaturgo fue, en efecto, quien más habló del film, cuyo mayor mérito se basa en la historia y en las soluciones cinematográficas que Ozon encontró para replicar el juego de los puntos de vista y de la incertidumbre.

Un profesor desencantado de la calidad de sus alumnos descubre y alienta el gran talento de uno de ellos, que toma por tema la vida familiar de un compañero, poniendo así al adulto en la posición de un voyeur. Sabiendo burlarse de sí misma en lugar de creerse gravemente el cuento ni pretender la verosimilitud (particularmente en la madurez del personaje adolescente), la película mantiene un tono lúdico sin bajar el nivel de tensión producido por el terreno ambiguo en que se cruzan realidad, ficción, manipulación mutua entre escritor y lector, pudor y curiosidad. Y lo mejor es que nada es sorprendente; la espiral puede imaginarse de antemano, pero el vértigo de los saltos de perspectiva es tal que es inevitable, para los protagonistas como para el espectador, seguir y disfrutar del juego.

El reparto es perfecto, en su elección y en su prestación. El actor cómico Fabrice Luchini brilla en su rol de Germain Germain; el joven Ernst Umhauer, que tiene algo de Stanislas Merhar (y sobre todo de su perturbador personaje en Nettoyage à sec de Anne Fontaine) le hace el peso sin esfuerzo aparente, y todos los secundarios encarnan con precisión la función de sus personajes: filtro de realidad (Kristin Scott Thomas), caricatura del rol del arte en la sociedad (Yolande Moreau), o espectros a medio camino entre la vida propia y la invención (Emmanuelle Seigner, Denis Ménochet y Bastien Ughetto como la familia "espiada/inventada").

Si Ozon marca un salto cualitativo dentro de su desigual carrera, de la que Dans la maison es una muestra de lo mejor de su indudable (pero a veces totalmente desaprovechado) talento, Javier Rebollo sigue una evolución constante y coherente con El muerto y ser feliz, su tercer largometraje, ganador del premio FIPRESCI y de la Concha de plata al mejor actor para José Sacristán, probablemente una manera de dar algún premio mayor a una película que perfectamente podría haber ganado tanto la Concha de oro como los galardones de guión, de dirección o el Premio especial del jurado.

El muerto y ser feliz

El muerto y ser feliz parte con un hombre que se va de viaje, probablemente sin saber hacia dónde, movido por un impulso visceral, una certeza, una pasión. Javier Rebollo comenzó ese mismo viaje con Lo que sé de Lola (2006), luego lo continuó con La mujer sin piano (2009). Ahora, con El muerto y ser feliz, va un paso (y cientos de kilómetros) más allá en sus reflexiones sobre las capacidades y limitaciones narrativas del cine.

En este serpenteante tercer largometraje, Santos (o "el asesino a sueldo que no asesina", interpretado magistralmente por José Sacristán), emprende su viaje con un stock de morfina, una pistola y un auto viejo, embarca consigo a una mujer que se encuentra en el camino (Roxana Blanco, notable una vez más), y claramente no tiene una destinación fija.

Desde el título, El muerto y ser feliz establece el tipo de lógica retorcida de su estructura: sustantivo y verbo, personaje y acción, muerte y felicidad, un protagonista denominado por lo que él será –y todos seremos– tarde o temprano (el muerto), y la meta última de la mayoría de las civilizaciones (ser feliz). No es sorprendente, entonces, encontrar estas disonancias a la base de la arquitectura de la película. Una voz femenina con acento español, y luego también una masculina, describen la acción. El dispositivo es divertido al comienzo, luego pesado, e incluso molesto durante un rato. Pero luego se vuelve absolutamente natural y necesario. Y cuando, a través de pequeños detalles discretamente repartidos a través del relato, las voces introducen una brecha entre lo que vemos y lo que oímos, surge la pregunta fundamental: ¿Qué está contando la película? ¿Una serie de eventos y situaciones que alguien está repitiendo oralmente con errores? ¿La puesta en escena equivocada de un cuento que está siendo narrado fuera de campo? ¿El guión que el personaje principal está escribiendo a través de sus acciones, cada vez que elige el próximo paso que dará?

Además del hecho de ser (entre muchas otras cosas) una película de carreteras, la película en sí es un viaje. Rebollo rápidamente nos deja entender y sentir que no vamos a ninguna parte en un sentido narrativo clásico. Es la fascinación que nos hace querer dar una vuelta con este misterioso vagabundo y la igualmente misteriosa (¿o sencillamente simple?) mujer que irrumpe en su auto, su viaje, su película.

Los personajes son adorables por lo que son. Probablemente sean ambos mentirosos. En cualquier caso, son invenciones: de los narradores, del cineasta, quizás de ellos mismos. Las preguntas abren una espiral tan atractiva como sin sentido. No tiene sentido para la película que estamos viendo, que no nos pide analizar ni conceptualizar nada, sólo disfrutar del viaje a través del paisaje vasto, hermoso y cambiante.

Pero por supuesto, aunque están planteadas sin pretensiones, las preguntas se pueden aplicar a toda película; al cine como forma de arte y al relato en general. ¿Es Santos una suerte de Odiseo que, demasiado lejos en el tiempo y el espacio de su España natal, está buscando un lugar para morir en su Argentina de adopción? ¿Es este desgastado asesino a sueldo que no asesina el autor último de su propia ficción? ¿Esta ficción es suya, en primer –o último- lugar? Al igual que los pueblos, los encuentros y las paradas que puntúan el trayecto de Santos, El muerto y ser feliz es ciertamente otra parada a lo largo del camino de Javier Rebollo a través de los inagotables paisajes narrativos del cine.

Blancanieves

Aunque todo palmarés es tan discutible, tan atacable, o tan defendible como lo son las subjetividades (y las negociaciones) de quienes lo atribuyen y de quienes lo comentan, la Concha de plata al mejor director fue la decisión más incomprensible, dando la impresión más bien de un premio a la persona y no a la película. Y es que el adorable Fernando Trueba deja sentir menos que nunca su mano de director en la bonita pero floja El artista y la modelo. En el caso del Premio especial del jurado, no sorprendió que se usara para distinguir otra obra española. Blancanieves, de Pablo Berger, comenzó en el Zinemaldia su prometedora carrera con su interpretación del clásico cuento de hadas en la España profunda de los años veinte. Y en blanco y negro y muda. Bella, divertida e impecablemente realizada, la película tiene todo para encantar a un público amplio con una propuesta propia de cómo contar un cuento conocido con los recursos del cine.

Los mejores trabajos en competencia buscaron todos su manera particular de conjugar texto y puesta en escena (pudiendo agregarse a la lista la más clásicamente poética Fasle Kargadan (Rhino Season), de Bahman Ghobadi, ganadora del premio a la mejor fotografía para Touraj Aslani). Pero es ahí mismo donde fallaron varios de los demás. En la desilusionadora Días de pesca, Carlos Sorín parece descuidar los dos aspectos, repitiendo su apreciado estilo (¿ahora fórmula?) minimalista pero de un modo que hace sentir más la autocomplacencia que la concepción cinematográfica, y un lamentable desperdicio de talento. Por su parte The Attack (El atentado), de Ziad Doueiri, que recibió una mención especial del jurado, adapta la novela de Yasmina Khadra L'attentat en un guión sutil y sensible, pero lo filma sin verdadera puesta en escena.

Al contrario, Laurent Cantet parece sólo concentrarse en la notable puesta en escena de Foxfire, descuidando por completo la construcción dramática. Por mucho que se inspire de una novela de Joyce Carol Oats, y por mucho esfuerzo que pusieran las jóvenes actrices (Katie Coseni compartió la Concha de plata con Macarena García, de Blancanieves), sus personajes no existen más allá; actúan e interactúan (se trata, al fin y al cabo, de una pandilla juvenil) sin que se comprendan realmente sus motivaciones, creando la sensación de una seguidilla mal conectada de fragmentos de acción bien mostrados.

Afortunadamente todavía se están forjando un camino –que el Zinemaldia está ayudando a iluminar– aquellos que, en su propio estilo, con su subjetividad y preferencias estéticas, ven en el cine una manera de cuestionarse a sí mismos y al espectador, y sobre todo cuestionar incesantemente las infinitas posibilidades de forma, quizás la mejor manera de evitar la fórmula, y de renovar el imprescindible extrañamiento.

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