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Nuestra compañera Pamela Biénzobas ya está instalada en Cannes. Saltándose la artificialidad de la película inaugural (Grace de Monaco) -vilenpiadada por la crítica internacional-, Pamela nos despacha un primer reporte de una de las películas más esperadas del certamen, "Timbuktu", la cinta del mauritano Abderrahmane Sissako.

Por Pamela Biénzobas desde Cannes

Un grupo juega al fútbol en el desierto. Niños y jóvenes con energía y vitalidad gesticulan, corren y se entrenan entre el polvo que levanta el viento, en una imagen en ligero ralentí, que le otorga un carácter onírico. Especialmente por un detalle fundamental: no hay balón. El fútbol está prohibido por la policía islamista que ronda. Pero los chicos, entre desafío y temor, no renuncian a su alegría. Timbuktu, el potente cuarto largometraje de Abderrahmane Sissako, compone con escenas como esa un discurso poético contra una violencia que no intenta esconder, pero tampoco explotar. Un film de denuncia, un film didáctico y esquemático por momentos, pero ante todo un film que opone la belleza y la moral a la barbarie jihadista.

El cineasta mauritano, cuya obra está anclada en Malí, aborda el destino de Tombuctú, víctima del terror de los tribunales arbitrarios que, al igual que en otras regiones, arrasaron con la población y destruyeron el magnífico patrimonio arquitectural de la ciudad.

Con un montaje que no busca una narración clásica sino un encadenamiento de cuadros con total desenvoltura, Sissako instala al centro la historia de una familia, que permite además entretejer los otros hilos narrativos que dan forma al gran tapiz de Timbuktu. Un tapiz de esos que, sobre un fondo de paisajes fascinantes, y con formas casi naífs, cuentan relatos de horror con una finalidad instructiva.

Timbuktu

La familia es la que componen los pastores nómades Kidane –un hombre amante y alegre–, Satima –mujer de carácter como todas las de la película– y su adorada hija Toya, además del pequeño pastor Issan, que se subentiende es un huérfano de la violencia. Su tienda está en las afueras de Tombuctú, donde la policía islamista intenta imponer su sharia (código detallado de conducta). A su brutalidad e imbecilidad (en personajes que, sin embargo, no son unidimensionales) se opone una paleta de habitantes dignos y orgullosos: los jóvenes músicos, la telúrica Zabou, la vendedora de pescados que no se deja intimidar, el imán sabio y justo que trata de hacerles ver que su acción va en contra de su religión…

Pero tratándose de una alegoría, Timbuktu no puede permitirse un final feliz. Kidane se deja arrastrar por la violencia y debe enfrentar la misma justicia que, en distintos cuadros a lo largo de la película (y basándose en lo que se vivió y se vive en el país), lapida a la población, castiga el canto a látigos o dispone de una joven soltera pisoteando su voluntad y la de su familia.

A través de esas viñetas aparentemente simplificadoras, Sissako expone sin explicaciones la complejidad de una situación desesperada: la falta de gobernanza nacional, la difícil multiculturalidad de una región multilingüe (cuestión transversal en la película), la ignorancia y manipulación, la vulnerabilidad provocada por la fragilidad de los recursos naturales…

Todo ello se cristaliza, en todo caso, en las sentencias dictadas por los tribunales del terror, que imponen su ley arrogándose una jurisdicción gracias a la fragilidad (o ausencia) de la estructura estatal. La población queda así a merced de unos jueces improvisados que juegan con la vida y la muerte. En ese sentido, ocho años después de la magnífica Bamako, Timbuktu propone un espejo desolador. El largometraje anterior de Sissako estaba construido justamente sobre la estructura de un tribunal: uno en que los ciudadanos tomaban la palabra para hacer un proceso, siempre pendiente, contra las superestructuras internacionales y los colonizadores históricos responsables de la miseria de África hoy. Ese tribunal, aunque desesperado, ofrecía la ilusión de una justicia y de un destino finalmente en manos de sus ciudadanos. En Timbuktu, esa ilusión está hecha trizas y no queda más que desolación.

 

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