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Este martes debutó "La voz en off" en la Competición Oficial de San Sebastián, donde llegó tras su estreno en Toronto. Más allá de su argumento, el tercer largometraje de Cristián Jiménez sigue su reflexión sobre las formas narrativas, sin lanzarse todavía de lleno en su exploración.

Por Pamela Biénzobas desde San Sebastián

En la primera función de prensa e industria de La voz en off en San Sebastián pude confirmar (tras haber visto un montaje avanzado pero no acabado) de que la película funciona, y muy bien. La opinión es compartida por críticos de distintos orígenes que asistieron a la proyección en el bello teatro Victoria Eugenia y posteriormente en el enorme Kursaal 1, sede principal del festival.

Pero me pregunto si funciona por sus ambiciones más radicales, o porque aquello que podría haber sido la sólida base de algo mayor pasa a ser la capa principal. Porque La voz en off seduce con su intriga, sus personajes complejos, creíbles y queribles, y el humor y humanidad que respiran las situaciones que conducen el relato. 

Pero hay otra dimensión que La voz en off esboza sin lanzarse de lleno en su exploración, y es la de la manera de narrar ese relato. Es paradójico que para algunas personas resulte el film más clásicamente narrado de Jiménez, por su linealidad cronológica, siendo que es el que más invoca una reflexión sobre las formas de contar. Pero sin darle rienda suelta.

¿Contar qué? Los cambios que sacuden a Sofía (Ingrid Isensee) a lo largo de un año. Pero más que su reciente separación, más que el regreso de su única hermana (Ana, María Siebald) a Valdivia, que su amante, casado con una amiga, o que sus dificultades laborales –la actriz, madre de dos hijos, pierde su trabajo en una tienda, consigue otro de mesera, mientras trata de proponer locuciones a distancia para las productoras de Santiago–, lo que la perturba y obsesiona es su padre. Parafraseando los argumentos que la propia Sofía le dio para explicar su separación, Manuel (Cristián Campos) le anuncia que va a dejar a su madre (Paulina García). Poco a poco, Sofía y Ana comienzan a oír rumores sobre el comportamiento de su padre –desde mujeriego hasta acosador sexual– que al parecer todo Valdivia, excepto ellas y su madre, conocía.

¿Contarlo cómo? Todo en La voz en off tiene que ver con el hecho de contar. Contar historias, contarse historias, que nos cuenten historias. Historias, que no es lo mismo que verdades. Y Sofía necesita verdades para aclarar, ordenar y poder contarse una historia definitiva. Desde el comienzo, y de manera notoria como para sentar las bases claramente, la película disocia sonido y fotografía, sobreponiendo los diálogos (en off, claro) a imágenes que pueden ser casi decorativas de objetos del entorno, o de situaciones cotidianas que a menudo crean un contraste entre la aparente ligereza y despreocupación de los encuentros familiares con la tensión de las palabras. 

María Siebald e Ingrid Isensee en La voz en off

El dispositivo no es sistemático, sino que alterna con un montaje clásico y directo. Así, más que una propuesta radical de narración, es más bien una figura de estilo que viene a puntuar regularmente el relato con disonancias bordadas con el mismo hilo que conduce toda la acción. Acción que es indudablemente el elemento central de la película, y justamente el elemento que convence a los espectadores que se dejan llevar por una trama que equilibra, en el estilo atenuado y sutil de Cristián Jiménez, drama, humor, emoción y suspenso.

Con La voz en off, el director de Ilusiones ópticas y Bonsái confirma su talento como escritor de personajes y situaciones, así como su sentido del humor. Y también confirma las ganas de explorar otras direcciones y formas que tiene su cine. Un cine que, aunque joven, está lo suficientemente maduro para poder aventurarse sin miedo por nuevas sendas.
 

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