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San Sebastián 2014 Latinos en el País Vasco

Una calidad general bastante alta, aunque geográficamente concentrada, tuvo la cosecha de este año de Horizontes Latinos, la sección del Festival de San Sebastián que agrupa películas latinoamericanas ya en circulación en el circuito internacional, reforzando el posicionamiento del certamen español.
(Foto: Güeros)

Por Pamela Biénzobas

¿Qué horizontes ofrece el cine latinoamericano del último año? A esa pregunta trata de responder en cada edición el Festival de San Sebastián a través de una de sus secciones más establecidas. Si con Cine en construcción y el Foro de coproducción Europa-América Latina el festival vasco está reforzando su rol de facilitador de la producción misma en la región, su posicionamiento más visible –accesible no solo a los profesionales sino para el público general, tremendamente presente y activo– sigue siendo a través de la divulgación de películas de América Latina.

El programa Horizontes latinos es la gran vitrina del cine latinoamericano dentro del festival. Su identidad e importancia toman la forma de un afiche especial para distinguirla, y sobre todo de un jurado propio. El premio que asigna recompensa al realizador con 10.000 euros, pero sobre todo pretende apoyar la difusión en España, con otros 25.000 euros para el distribuidor local. Pues es a nivel nacional que puede entenderse el interés estratégico de la sección, ya que se trata de premières españolas de películas que ya están circulando internacionalmente, habiendo tenido sus estrenos en Sundance, Rotterdam, Berlín, Cannes, Locarno... Es decir, ningún descubrimiento (aunque sí la posibilidad de recuperar) para los profesionales extranjeros en busca de novedades.

Aquí no hay, de manera general y ciertamente no este año, estrenos mundiales o internacionales. Ésos quedan para otras secciones, como la Competición (en esta ocasión Aire libre, de Anahí Berneri, y La voz en off, de Cristián Jiménez) o la también competitiva Nuevos directores (Una noche sin luna de Germán Tejeira, La madre del cordero de Rosario Espinosa y Enrique Farías).

El Donostia Zinemaldia (nombre en euskera del festival) aprovecha de ese modo su peso en el "mercado" local y, para frustración de otros eventos más pequeños que podrían querer algunos de esos títulos para sus propias secciones principales, monopoliza los estrenos españoles de buena parte de las principales obras latinoamericanas de la temporada, que dejan entonces de ser inéditas en el país y, en consecuencia, elegibles para las competiciones de otros festivales.

Horizontes latinos es una apuesta sin riesgo, que refuerza la identificación de San Sebastián con el cine latinoamericano, y le permite asegurar una programación de calidad. Mientras la Competición exige una cierta exclusividad, lo que compromete su calidad general al rivalizar con Venecia o Locarno (sí es compatible con el no competitivo festival de Toronto, que tiene lugar justo antes), y Nuevos directores se centra en talentos sin mucha experiencia, lo que no garantiza el resultado, Horizontes latinos elige con bastante libertad entre películas que ya han hecho sus pruebas, con tal de que no se hayan mostrado en España. Una jugada ganadora que de paso permite recordar la influencia y valorizar la "marca" de Cine en construcción, adosada a los numerosos títulos que por allí han pasado.

Géneros revisitados y búsquedas formales; realizaciones ambiciosas y modestas; junglas urbanas y aislamiento rural... el panorama ofrecido por la programación de este año mostró una cierta diversidad de estilo, pero no de origen: de los catorce títulos, ¡ocho! son esencialmente argentinos, tres, brasileños, y los restantes tres chileno, colombiano y mexicano (tomando en cuenta el lugar principal de filmación y la nacionalidad del realizador, y no los eventuales coproductores).

La concentración geográfica, en todo caso, sirve para corroborar que cualquier intento por pegar etiquetas según cinematografías resultaría totalmente vano e incluso absurdo, por si alguno insiste en reunir nombres bajo categorías de nuevos o novísimos cines.

Ventos de Agosto

¿Qué etiqueta pretenderíamos colgarle a Ventos de agosto, ese poema en que el brasileño Gabriel Mascaro hace convivir con total naturalidad muerte, superstición, deseo y duelo? Con escenas de contemplación pura y otras cercanas al sketch cómico, el querido mes de agosto de un pueblo aislado de la costa cerca de Pernambuco es retratado a través de una sucesión de cuadros hilados por la obsesión de Jeison con un cuerpo anónimo que aparece en la playa. No obstante las relaciones y filiaciones que toda creación tiene con otras anteriores o contemporáneas, y elementos comunes que ciertamente pueden encontrarse con otras propuestas brasileñas, Mascaro ofrece un ejemplo no de un tipo particular de cine, sino de la variedad del cine actual de su país.

Asimismo, poco o nada más que la nacionalidad argentina tienen en común el lirismo y la elevación de Jauja de Lisandro Alonso (ya comentada en estas páginas) y la tierna melancolía de La Salada, primer largometraje de Juan Martín Hsu. El joven realizador porteño, él mismo hijo de inmigrantes taiwaneses, abordó el tema del desarraigo y de las brechas culturales a través de las historias paralelas de un tímido y torpe chico boliviano en busca de trabajo; de un solitario taiwanés, vendedor de películas pirateadas, que no logra dormir de noche sabiendo que en su país es de día; y de Jin, una bella coreana de 19 años que ya apenas recuerda Corea, y que está a punto de casarse con el marido elegido por su dominante padre. En un tono menor y sin pretensiones, Hsu pinta un paisaje agridulce y realista, y revela una bella sensibilidad sin alardes para transmitir emociones y ambientes, y darle espesor a personajes sencillos, con economía de recursos.

Economía de recursos es algo que bien puede reconocérsele a Matías Piñeiro, quien va varios pasos más allá y pone en cuestión la naturaleza misma de los recursos dramáticos, a comenzar por los personajes y su intercambiabilidad. Siguiendo su experimentación a base de variaciones, el realizador de Viola vuelve a tomar la puesta en escena de una obra de Shakespeare como excusa y punto de partida en La princesa de Francia. Pese al interés y la consistencia del juego que desarrolla, la película permanece grabada sobre todo por un juego: el partido de fútbol inicial, filmado de un punto de vista que instala inmediatamente la película en la indefinición total, mezcla de sueño, de perspectiva divina, de campo de batalla o de ballet.

Además de sus jóvenes reclutas, como Hsu, Piñeiro o Matías Lucchesi con Ciencias naturales, el contingente argentino también contaba con algunos de sus autores más experimentados, como Celina Murga (La tercera orilla), Diego Lerman (Refugiado) o Martín Rejtman, quien con Dos disparos regresa a la comedia de ficción. Con buenas ideas y un gran talento para construir momentos, el realizador de Los guantes mágicos (2003) repite fórmulas cómicas y pierde fuerza cuando el hilo narrativo erra hacia personajes sin mayor interés que acaban por acaparar el relato, que parte con el acto inconsciente –e incomprendido hasta por él mismo- de un adolescente que, al encontrar una pistola, se dispara.

Domar la ciudad

Historia del miedo

Aunque son incomparables en prácticamente todo –intención, tono, mirada...–, resulta interesante comparar Dos disparos e Historia del miedo, perturbador debut de Benjamín Naishtat, en cuanto al rol que juega la geografía urbana y la periferia en sus construcciones. Rejtman se sirve de la ciudad y sus alrededores como terreno de juego de sus movedizos personajes, que circulan con manifiesta comodidad, apropiándose y compartiendo el espacio público y privado. Naishtat, en cambio, propone el espacio público –terreno de potencial encuentro con el otro– como una amenaza que hay que conquistar para preservar el espacio privado. En ambos casos la ola de calor despierta la irracionalidad: en un caso a través de un impulso autodestructivo inexplicable, y, en el otro, de la exacerbación del instinto de autoprotección y consiguiente miedo del otro. La secuencia inicial, desde un helicóptero que sobrevuela una zona periférica y pone en evidencia la contigüidad de ricas comunidades cerradas con campamentos en terrenos tomados, instala perfectamente el tono ominoso de un relato en que la importancia no es lo que se cuenta, sino las sensaciones que induce apelando a nuestra irracionalidad.

La metrópolis y su apropiación como parte del crecimiento es también un elemento esencial de dos películas que hablan con particular empatía de y a los jóvenes. En Casa Grande de Fellipe Barbosa (entrevistado aquí), el despertar afectivo-sexual-político-social de Jean y su apertura al mundo más allá de las fronteras de su casa grande y bien protegida pasa por su apertura a la ciudad más allá de sus rutas habituales y bien custodiadas.

En Güeros, en cambio, los jóvenes protagonistas están lejos de la sobreprotección: tienen total libertad para explorar la Ciudad de México. El padre ya hace años que falleció, y la madre, desde la provincia, no está ahí para restringirlos. Al contrario, ya sobrepasada por los problemas que le provoca el bienintencionado pero inconsciente Tomás, lo envía a pasar un tiempo donde su hermano mayor, Fede, alias Sombra, que estudia en la capital y vive con su amigo Santos. Con las clases suspendidas (Güeros está vagamente ambientada durante la toma de la enorme UNAM en 1999), podrían pasarse todo el día en la calle. En cambio, víctima de ataques de pánico, Fede apenas sale de su departamento sin luz. Hasta que la cólera de un vecino los hace arrancar.

Güeros

A diferencia del Río de Janeiro de Jean, el mundo que el D.F. abre para los protagonistas del notable debut de Alonso Ruizpalacios es el interior. Filmada con todo tipo de guiños y manierismos asumidos, comenzando por la opción por el blanco y negro, Güeros se ha definido acertadamente como una road-movie sin salir de la ciudad. Es una película de búsquedas y peregrinaciones, que recorre la Ciudad de México al ritmo de deambulaciones e improvisaciones, con un objetivo más o menos claro: encontrar a un antiguo rockero hoy olvidado, pero que para los hermanos representa el mayor legado que les dejó su desaparecido padre.

Güeros, que ya había ganado el Oso de cristal de la última Berlinale para la mejor ópera prima, se quedó con el galardón principal de Horizontes latinos (Gente de bien, del colombiano Franco Lolli, y Ciencias naturales recibieron menciones especiales). También, sin sorpresa alguna, obtuvo el Premio de la juventud, otorgado por un enorme jurado de entre 18 y 25 años a una primera o segunda película de distintas secciones. Y es que, con sus personajes entrañables, seduce, entretiene y emociona, en un lenguaje universalmente joven.
 

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