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Chilenos en la Berlinale 2015 Crímenes y
pecados

Cuatro largometrajes dirigidos y producidos por chilenos lideran una amplia presencia nacional en la Berlinale 2015. Sin embargo, "El club", de Pablo Larraín, destaca sobradamente entre dos cintas irregulares de dos experimentados directores jóvenes, y el decepcionante documental de Patricio Guzmán.

Por Pamela Biénzobas desde Berlín

El club es una película fea. Su imagen es sucia, oscura, a menudo deformada. Como los miembros de ese selecto "club" de almas deformadas y sucias que viven una vida apacible y privilegiada, lejos de la justicia de los hombres, convencidos de que están ya expiados frente a la justicia divina.

Con su propuesta estética y temáticamente incómoda, sin complacencia por el espectador, El club (quinto largometraje de Pablo Larraín, que se alzó en la Berlinale como uno de los contendores de peso de la Competición oficial) es una película pesada. Pese a momentos de sarcasmo en los diálogos y la cámara que permiten soltar la tensión a través de cortas risas, no hay lugar para ligerezas, pues como lo intenta hacer entender el padre García, los crímenes son graves, y el grupo no está en un retiro espiritual, sino un escondite que la iglesia les proporciona para evitar que sus crímenes la salpiquen. Es un encubrimiento consciente de criminales cada vez más inconscientes. Tiene que ser, entonces, una película pesada. Y fea, y sucia y desagradable.

La base de la historia de un grupo de sacerdotes viviendo en el pequeño pueblo costero de La Boca es asumidamente esquemática, y aborda tipos emblemáticos de crímenes encubiertos por la iglesia católica chilena: pedofilia, robo de bebés y complicidad con la dictadura. Son los motivos por los que los curas presentes perdieron (injustamente, sienten ellos) sus parroquias. Un crimen por cada cura: los padres Vidal (Alfredo Castro), Ortega (Alejandro Goic) y Silva (Jaime Vadell), respectivamente. Y un pecado desconocido para un cuarto sacerdote (Alejandro Sieveking) cuyo pasado no existe, ni en su mente senil ni en los archivos disponibles. La intendencia de la casa, en tanto, la lleva la hermana Mónica (Antonia Zegers), de origen tan turbio como los demás.

El club, de Pablo Larraín

La pedofilia, probablemente el más común y universal de los crímenes en cuestión, es también lo que lleva hasta el hogar al efímero quinto miembro del club, que romperá el precario equilibrio. Apenas traen al padre Lazcano (José Soza) a la comunidad, el marginal y alcoholizado Sandokán (Roberto Farías) aparece en la puerta, gritando cruda y cándidamente una serie de gravísimas acusaciones, que llevarán al recién llegado al suicidio. Los eventos precipitan una investigación interna, de la que está encargado el padre García (Marcelo Alonso), obviamente un jesuita, ya que se le nota "la cara de rico culposo", dixit los otros curas. García, ese vil burócrata del Vaticano, quiere cerrar esas casas de refugio, pero sin exponer a la iglesia (ni siquiera la nueva iglesia que trata de construir) a cualquier tipo de publicidad. Mientras los curitas y su guardiana tratan de ocultar la verdad y protegerse de la presencia amenazadora de Sandokán, García necesita encontrar, si no es una explicación, al menos alguna solución.

Larraín no teme el exceso al exponer la abyección. Al contrario, lo busca, desafiante y provocador, sin rehuir lo grotesco. La fotografía de Sergio Armstrong recurre al contraluz, deja entrar el reflejo de luces en el lente, subexpone sin complejos. Lo que está filmando no es bonito, pese a la potencial fotogenia del paisaje, aprovechada un par de veces en los pocos momentos de aparente serenidad, cuando Vidal entrena a su galgo. Tampoco es claro, ni visual, ni moral ni racionalmente, pues el juicio, en todos los sentidos del término, depende enteramente de la luz y del punto de vista con que se observa el mundo.La música cargantemente ominosa y el montaje que alterna puntos de vista y ritmos y fragmenta la acción (aportando dinamismo pero también presión) contribuyen también al agobio de una película desesperanzada y desesperanzadora.

También en Competición oficial, El botón de nácar, de Patricio Guzmán busca exponer otras zonas turbias de la sociedad chilena: la realidad acallada del exterminio de los pueblos patagónicos marítimos, así como la eliminación de víctimas de la dictadura lanzándolas al mar, conectando ambas tragedias por medio del agua. Si el documental sedujo a algunos por la magnitud de su temática, de manera general decepcionó con su tratamiento cinematográfico y sobre todo su tono didáctico. La locución en off y la gestión de la primera persona, problemática recurrente en la obra de Guzmán, en este caso resulta particularmente fastidiosa, con una enunciación tediosa y con la inclusión más forzada que nunca de elementos de la vida personal.

El botón de nácar, de Patricio Guzmán

El recurso a otras voces autorizadas como el historiador Gabriel Salazar o el poeta Raúl Zurita es bienvenido, pero la mayoría de esos discursos están expuestos en entrevistas frontales sin interés formal. Y la relevancia de sus palabras no está indicada para un público extranjero que no los conoce; como tampoco están explicadas, aunque sea someramente pero para no alejar aún más al espectador, ciertas referencias que los entrevistados citan, como la Villa Grimaldi o el juez Guzmán.

El botón de nácar recurre a metáforas y relaciones elementales (en este caso el agua), tanto narrativa como visualmente, en la vena de Nostalgia de la luz, lo que ha llevado a muchos a describirla como una continuación del exitoso título anterior. Sin embargo, la imagen de la magnífica naturaleza del sur está lejos de la calidad fotográfica del título anterior. Todos esos detalles se acumulan y juegan en contra del resultado final de un documental cuyo principal valor, a final de cuentas, es su elección temática. Algo insuficiente para una película de Patricio Guzmán.

Además de las dos películas en Competición, y aparte del cortometraje San Cristóbal (Omar Zúñiga), de coproducciones dirigidas fuera de Chile por realizadores extranjeros, o de Nasty Baby (de Sebastián Silva, de producción estadounidense), se presentaron en la Berlinale otros dos largometrajes dirigidos y producidos por chilenos. Aunque su selección en el Forum presumía esperar voces novedosas y distintas, tanto Mar, de Dominga Sotomayor, como La mujer de barro, de Sergio Castro San Martín, se quedan a medio camino de su potencial.

Dominga Sotomayor ya había mostrado su talento con el excelente debut De jueves a domingo, que por lo demás desarrollaba y perfeccionaba una mirada ya presente en sus cortometrajes. En Mar, esa identidad se diluye. El proyecto es modesto (apenas sesenta minutos de duración y una historia sencilla) y, con algunos momentos más logrados que otros, cumple eficazmente lo que promete. Pero podría haber sido realizada por uno de tantos cineastas haciendo hoy un cine mínimo en Argentina (donde la película transcurre, con una trama y protagonistas argentinos). Un primer largo de un carácter tan propio en cada detalle permitía esperar una evolución en la personalidad del cine de Dominga Sotomayor. Mar, en cambio, parece más bien un ejercicio intermedio, a la espera de una nueva obra que retome esa mirada particular.

Por su parte La mujer de barro, de Sergio Castro San Martín, aunque logró convencer al público del Forum, principalmente por su historia de una temporera en un valle de la Cuarta región, en su construcción se queda corta y no acaba de condensarse en una película redonda. El personaje de María reposa demasiado en la interpretación de Catalina Saavedra, sin suficiente desarrollo dramático, sobre todo para llevar fluidamente hacia un final efectista pero inefectivo. A las flaquezas de un guión muy suelto se suman decisiones inciertas de narración visual, con encuadres y juegos de foco/desenfoque que se sienten gratuitos. La mujer de barro termina siendo así una acumulación de buenas ideas inacabadas y de fallos evitables que exponen sobre todo lo que pudo llegar a ser y no fue.

 

> Eduardo dijo: 24 de Octubre de 2015 a las 13:59
Tuve la oportunidad de ver El club aquí en el festival de cine de Lima, me pareció una de las mejores que vi desde nuestro país vecino. La atmósfera creada por la fotografía acompaña muy bien la tensión de los protagonistas; el guión maneja toda la escena de manera eficiente. Fue un gusto verla.

Ahora, me he quedado con ganas de ver las otras películas, es una lástima que por el momento no lo pueda encontrar. Aunque lo buscaré en Polvos Azules éste fin de semana.
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