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El talentoso realizador trasandino Santiago Mitre ("El estudiante") sorprende en la Semana de la crítica con "La patota" (o "Paulina", su título internacional), historia de una violación colectiva a una maestra de un barrio marginal, remake de un film argentino de 1960.

Por Pamela Biénzobas desde Cannes

"Estaba tratando de entender" de "saber la verdad", responde Paulina cuando los demás cuestionan sus decisiones y motivaciones. "Me pregunto qué estás buscando" le dice una perpleja experta judicial, visiblemente ahí para apoyarla, pero a quien Paulina responde como en un interrogatorio. "No sé qué querés demostrar", le lanza con rabia su amiga incondicional. En La patota, el brillante segundo largometraje de ficción dirigido por Santiago Mitre (El estudiante) no hay respuestas sino una constante búsqueda de conceptos tan absolutos, escurridizos y relativos, como verdad, realidad, justicia, bien y mal. Y todos lo saben. Todos son conscientes de sus límites, de que están lidiando con el "… resultado de una realidad que no podés entender. Yo tampoco."

Basada en una película del mismo título realizada en 1960 por Daniel Tinayre (escrita por Eduardo Borrás, con Mirtha Legrand como Paulina), La patota aborda temas complejos de una manera igualmente compleja, alternando con maestría puntos de vista para enfatizar la noción de subjetividad. El estudiante había demostrado el talento de Mitre para jugar con ese tipo de estructura y combinar perspectivas divergentes, tanto en el guión como también en la cámara y en la sala de montaje. Y ya entonces destacaba como una opción no sólo formal sino política. En su nuevo trabajo, la coherencia entre forma narrativa y la ética cinematográfica es aún más esencial.

La conciencia de clase de Paulina Vidal (Dolores Fonzi, impresionante) es abrumadora. La joven abogada, hija de un juez de la provincia de Formosa, vive sus privilegios como pecados que tiene que expiar, por convicción y por reacción contra su padre, un antiguo guerrillero que encarna para ella el acomodamiento al sistema. Él siente que desde su posición oficial puede ser más útil para la población pobre y discriminada de la región, y que ese es también el sitio para su hija. Ella, en cambio, necesita probarse a sí misma su identidad y su compromiso ideológico. Por eso abandona su doctorado y pone entre paréntesis su incipiente carrera judicial para participar, desde la base y no como directora, en un proyecto de talleres de educación cívica en un colegio rural. La brecha con sus estudiantes es mucho más profunda de lo que ella quisiera admitir, así como el riesgo inadmisible de enfrentarlos con miedo o lástima, como advierte su colega.

La patota

Es en medio de esa tensión –que cristaliza siglos de opresión racista y milenios de violencia de género, y todo un sistema injusticia social, de justicia inoperante y de brutalidad policial- que Paulina es violada por una patota de jóvenes, entre ellos varios de sus propios estudiantes, que la confunden con una chica del pueblo a la que quieren atacar. Su reacción obstinada, al no querer admitir su condición de víctima, e incluso ocultar la identidad de sus violadores, genera incomprensión en todo su entorno.

A través de saltos en el punto de vista y en la progresión temporal, la película observa sin juzgar ni identificarse con la posición de un solo personaje. Las preguntas planteadas (pero no respondidas de manera unívoca) no solo conciernen la historia privada de los personajes, sino también su sociedad (por ejemplo, proteger la identidad de un violador implica poner en peligro a otras mujeres de la comunidad) y en términos generales, ética universal.

Mitre introduce además diferentes niveles de relato, con la entrevista entre Paulina y una experta (¿una psicóloga forense, quizás?) puntuando desde una especie de tiempo presente en el que se narran oralmente las situaciones pasadas. A veces las voces de las dos mujeres se sobreponen a las imágenes de los hechos descritos, como en su primera aparición, al final de la tensa secuencia de apertura que enfrenta a Paulina y su padre. Con la ruptura que introduce la conversación en off, el proyecto narrativo queda inmediatamente establecido: todo hecho, toda verdad, toda convicción, solo puede aprehenderse desde la subjetividad de un punto de vista.

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