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Del 11 al 20 de diciembre A propósito de In-Edit

Por Andrés Nazarala

Este fin de semana, mientras el fervor electoral se tomaba el país, el festival In-Edit proyectaba películas musicales que podrían funcionar como recomendables medios de escapismo o, para los que prefieran elucubrar teorías y relaciones, como fuente de discursos universales y contingentes. No sería descabellado afirmar que el británico Julien Temple, uno de los invitados de oro de esta edición, es un realizador tan melómano como político. Sus documentales –desde los dos que hizo sobre los Sex Pistols (The great rock and roll swindle, 1980; The Filth and the fury; 2000) hasta Glastonbury (2006)- subrayan el poder contestatario del rock frente a la maquinaria social, sin ignorar sus múltiples contradicciones, principalmente la que recuerda que esto es al mismo tiempo un producto de consumo que genera millones en los bolsillos de sus promotores y agentes.

Efecto del provecho comercial es también la unión del cine con la música del siglo XX, disciplinas que estaban destinadas a estar juntas por sus respectivos poderes de convocatoria.

¿Por qué no realizar cintas protagonizadas por Elvis que puedan llenar salas y, de paso, potencia la venta discográfica? ¿Por qué no unir esfuerzos en virtud de la creación de una mega-oferta capaz de tranquilizar las ansias de una juventud en proceso de cambio?

En el matrimonio entre música y cine la primera funcionaba como esposa dominante; como una musa oportunista dispuesta a usar a su cónyuge para conquistar el mundo, sin consciencia de lo que estaba creando más allá del triunfo económico: un nuevo género, un cine que se canta y se baila.

Bill Halley y sus cometas interpretando Rock around the clock en Semilla de Maldad (1955) de Richard Brooks

Memorable, incluso como hito histórico, es el recuerdo de parejas bailando o jóvenes imitando acordes con guitarra en mano en las funciones porteñas de Semilla de Maldad (1955). La cinta –que comienza con Bill Halley y sus cometas interpretando Rock around the clock- revolucionó Valparaíso, primera ciudad chilena en adquirir el virus del rock and roll. Estaba surgiendo una nueva expresión que nada tenía que ver con los musicales grandilocuentes de Hollywood. Este nuevo cine funcionaba como promoción de los astros musicales. La idea era potenciar la fiebre discográfica con producciones que no le significaran mucho dinero a los estudios.

Los modelos establecidos por las películas de Elvis o las de los Beatles –en A hard day's night (1964) y Help! (1965) ya se nota una mayor soltura, gracias al espíritu lúdico del cineasta Richard Lester- se expandieron por el mundo y en este lado del hemisferio ídolos como Sandro o Leonardo Favio también comenzaron a ser protagonistas de producciones cinematográficas.

Pero lo que demuestra un evento como In-Edit es que el escenario de las películas musicales ha ido mutando a favor de la cinematografía. Ya no resulta extraño que festivales no especializados como Sanfic le den también importancia a las cintas vinculadas a la música (el gran invitado de este año, sin ir más lejos, fue Jem Cohen, responsable de grandes rockumentales como Benjamin Smoke o Instrument). Estamos ante un género que ya no funciona como mero medio promocional sino que como herramienta para profundizar en el trabajo de algún artista y los temas que lo rodean, desde su obra hasta el rol socio-político que cumple dentro de nuestra sociedad. Hay documentales de rock que son grandes retratos de nuestros tiempos.

Por ejemplo, Glastonbury, la pequeña obra maestra de Julian Temple, es un documental sobre el clásico festival británico, pero las bandas que participan sólo funcionan como telón de fondo. Poco importa que Chris Martin, de Coldplay, se mueva como epiléptico sobre el escenario cuando abajo hay gente viviendo experiencias. Algunos se drogan, otros llaman la atención, otros buscan ser escuchados. Lo que le inquieta a Temple es el público, su sed de participación, su necesidad de agruparse... en definitiva, la política. Contrario a lo que sería una cinta por encargo, Temple no esconde lo "feo": los excesos, la excentricidad histérica, la irrupción de empresas auspiciadoras en un evento que comenzó siendo parte de la contracultura. No es raro que Temple haya dirigido una película sobre Jean Vigo (Vigo, 1998) ya que Glastonbury realiza el mismo ejercicio de extrañamiento desprejuiciado de A propósito de Niza (1930), la maravillosa pieza del maestro francés.

La independencia de las grandes firmas, tanto de la música como del cine, ha permitido una mayor libertad en términos de contenido y experimentación visual. Ni Cocksucker blues (1972), de Robert Frank, ni Simpatía por el demonio (1968), de Godard, hacen el trabajo de relacionadores públicos de Los Rolling Stones. O pensemos en La gran estafa del rock and roll, donde el productor Malcolm McLaren enseña, paso a paso, cómo tomar a unos tipos sin talento y transformarlos en el gran fenómeno pop del mundo (en relación a su experiencia con los Sex Pistols).

Los cuestionamientos co-existen con los reconocimientos románticos. La historia de Anvil (la cinta inaugural de In-Edit), por ejemplo, funciona como bitácora de la decadencia de una banda de metal –admirada por Metallica- que tenía todo para triunfar, pero que hasta la realización del filme se presentaba en escenarios decadentes frente a un público tristemente reducido.

Los ejemplos abundan pero lo que realmente importa es que el cine musical ha trascendido sus propias fronteras, abordando miserias, demostrando las contradicciones, criticando, glorificando, reflexionando. El matrimonio se ha transparentado.

Mención aparte merece la cinematografía melómana chilena, hecha por realizadores tan esforzados como los mismos intérpretes. Es el arte de la precariedad, compartido por dos disciplinas que han debido abrirse camino en contra de las adversidades.

En definitiva, eventos como el In-Edit permite apreciar el gran abanico de enfoques que surgen de un género que entiende que, desde que la música se hizo compleja y adoptó el arte del discurso, las películas siempre hablarán de temas que trascienden la faceta sonora. Muchos rockumentales abordan los conflictos de una época, contribuyendo tanto al patrimonio fílmico/musical como al entendimiento de los acontecimientos mediante los más efectivos marcadores: aquellas melodías que nos han acompañado a lo largo de la línea temporal.

El peso contextual de gran parte de los documentales musicales que se hacen hoy en día me hace pensar en uno de los comentarios de la contratapa de la edición estadounidense del libro Mystery Train: Images of America in Rock 'n' roll Music, de Greil Marcus (análisis de la cultura norteamericana a través de sus íconos musicales): "Afirmar que este es un libro sobre música es como decir que El ciudadano Kane es una película sobre un hombre que tiene un diario".

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