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El ardor La parábola de Herzog

El 21 de octubre se inicia el Festival Internacional de Cine de Santiago (SANFIC). Entre sus películas más interesantes está "El ardor" que forma parte de la Competencia Internacional. Pablo Fendrik, que ya mostrara una capacidad notable para manejar la tensión en "El asaltante", hace un western que no teme acercarse y homenajear a los maestros del género.

Por Andrés Nazarala

Una panorámica de la inmensidad de la selva de Misiones abre El ardor, tercer largometraje de Pablo Fendrik después de El asaltante (2007) y La sangre brota (2008). La "herzogiana" postal de arranque funciona como punto de discordancia y declaración de principios en el contexto de una cinematografía argentina principalmente apegada a los escenarios urbanos y las historias mínimas. Esto es distinto: el regreso de la épica o, digamos, el violento fusilamiento del cine de contemplación. Pero también, y tomando distancia de los sempiternos afanes refundadores, es una película esencialmente cinéfila, repleta de referencias a westerns de John Ford, Sam Peckinpah y Clint Eastwood, entre otros.

Fendrik no teme, por ejemplo, construir una escena de duelo "eternizada" y ritualista al estilo de las de Sergio Leone (léase primeros planos de ojos y manos, tensión, etc…) o que sus personajes queden reducidos a estereotipos unidimensionales. Aquí están todos: el héroe misterioso (Gael García), el malo implacable (el actor, dramaturgo y director Claudio Tolcachir), sus torpes ayudantes, la chica sometida (Alice Braga), el aliado del héroe (interpretado por Lautaro Vilo, otro destacado dramaturgo argentino)..., es decir, arquetipos que podemos descifrar sin mayor información. Y esa pareciera ser la gran intención de El ardor: ahorrar en profundizaciones psicológicas, e incluso en diálogos, con el fin de despejar el escenario para lo que realmente importa. Esto es el goce visual, la cita cinéfila y la construcción de tensiones.

Gael García Bernal en El ardor

Dentro de este plan, la trama también está disminuida a un lugar común. Hay unos mercenarios (no sabemos si trabajan o no para alguna empresa constructora) que quieren apoderarse de una plantación de tabaco donde vive un padre con su hija, además del novio de ésta, un disidente que alguna vez formó parte del grupo de villanos. Hasta que aparece un héroe sin pasado dispuesto a protegerlos. Es un tipo rudo a la vieja usanza; un hombre de pocas palabras dotado de una destemplanza que, hasta entonces, no habíamos visto en Gael García.

Fendrik se impone como un cineasta hábil que sabe cómo encontrar la belleza tras la violencia. Impregnado de selva, se permite también explorarla con majestuosidad y respeto, siguiendo esa característica de Herzog de acentuar nuestra pequeñez ante una naturaleza impetuosa. A través de esta devoción, alcanza incluso terrenos místicos que lo acercan insospechadamente al trabajo de un Apichatpong Weerasethakul.

Con todo, El ardor es cine de género con mirada de autor. Un filme personal que es, al mismo tiempo, un agradecimiento a los grandes maestros.
 

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