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The Man Who Fell to Earth La melancolía alienígena de Bowie

A 40 años de su estreno recordamos "El hombre que cayó a la Tierra", la película de ciencia ficción de Nicolas Roeg que reflejó la fragilidad de un músico alienado.

Por Andrés Nazarala

Aún no podemos dejar de hablar de David Bowie. Al repaso curricular de rigor le han seguido las remembranzas de quienes lo conocieron, trivias desconocidas (la revista NME hizo una lista de todos los proyectos que rechazó, desde colaboraciones con Coldplay y Red Hot Chili Peppers hasta una película de Danny Boyle) y un par de noticias que alimentan el misterio que el músico logró levantar en torno a su figura. La más llamativa es que haya programado la edición sistemática de álbumes póstumos luego de su conmovedor ritual de despedida. El hombre que nos golpeó retirándose de este mundo dos días después de lanzar el disco Blackstar –junto con los intrigantes videos dirigidos por el sueco Johan Renck- nos sorprende ahora con el anuncio de la extensión de un inédito show post-mortem. Un gesto que asombra por su audacia pero al mismo tiempo parece coherente con las estrategias de un artista que siempre entendió su obra como un reflejo de su propia existencia.

Afiche original de la película

No sería exagerado definir cada personaje creado por Bowie como la representación teatral y exacerbada de las emociones que lo desbordaban en cada fase. Ziggy Stardust responde a sus ansias de grandeza. Es la estrella de rock llevada al extremo, sazonada con dosis de alienación que Bowie tomó de su admiración por Syd Barrett y Vince Taylor (el "Elvis británico" que terminó creyéndose un faraón), además de su fijación por la esquizofrenia de su hermano Terry. El Duque Blanco representó una nueva etapa: una apertura musical y sexual que estéticamente remitía a una suerte de dandismo decadentista sacado de la era victoriana (célebres son sus andanzas de alcoba junto a Angie, su mujer de entonces). La figura ensimismada que lució durante la época de Berlín reflejaba la debacle tras la fiesta desbordada. Los años 80 marcaron su levantamiento glorioso a la luz del pop y en los 90 recurrió al rock industrial para renovar sus viejas alienaciones. En los últimos años circuló entre el revisionismo digno y una nostalgia que encontramos en los trabajos de otros sobrevivientes de una era como Bob Dylan, Tom Waits, Scott Walker o Leonard Cohen.

Me gustaría detenerme, sin embargo, en una de sus mayores fases de delirio. En 1976, Bowie lanzaba Station to Station, un disco espeso que lograba mezclar los sonidos del Krautrock con una suerte de funk cocainómano. Vivía en Los Angeles y estaba completamente desequilibrado por el consumo de drogas duras. En ese contexto protagonizó una bullada polémica: en Londres, asomado en un Mercedes Benz convertible, hizo el saludo nazi frente a sus fans. La foto ocupó portadas de diarios al día siguiente.

El lanzamiento del nuevo álbum y sus respectivos escándalos coincidieron con el estreno de El hombre que cayó en la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976), de Nicolas Roeg. Lo que parecía otra película de ciencia ficción construida sobre el impacto de la carrera espacial era también una enrarecida metáfora de la enajenación. La historia de un extraterrestre que visita nuestro planeta en busca de agua (inspirada en la novela homónima de Walter Tevis) estaba claramente lejos de la típica cinta de matiné gracias a la sensibilidad de Roeg, un inquieto precursor de técnicas inexploradas como el flash-forward que venía de realizar tres desafiantes y sombrías películas de ficción: la influyente Performance (junto a Donald Cammell, 1970), Walkabout y Don’t look now (1973), thriller pesadillesco, centrado en un matrimonio que viaja a Venecia tras la muerte de su pequeña hija.

En mal estado psíquico y físico, Bowie enfrentaba su primera experiencia como actor de cine. Más tarde confesaría que no sabía bien lo que hacía: "Me sentía tan alienado como el personaje. Fue una actuación muy natural, una buena exhibición de alguien desmoronándose literalmente frente al espectador. Estaba completamente inseguro con 10 gramos de cocaína al día sobre mí. Estuve drogado de principio a fin".

Esa concordancia con la realidad es probablemente responsable de la magia que un Bowie frágil, delgado y pálido transmite en la pantalla. Su perturbación pareciera verse reflejada en una puesta en escena psicodélica y decadentista que nada tiene que ver con la ciencia ficción de la época, coronada un año más tarde por el fenómeno de Star Wars. La de Roeg es una película sobre el espacio interior, distorsionada por un montaje caótico que recrea los laberintos del inconsciente.

David Bowie en El hombre que cayó en la Tierra

Es también una obra melancólica que combina bien con Low, el disco que Bowie grabó junto a Brian Eno con la intención de que funcionara como banda sonora (pero que por asuntos contractuales no se pudo). El último track, "Subterraneans", es probablemente lo más conmovedor que compuso: una sinfonía etérea que pareciera albergar el dolor y la belleza del mundo. Una pieza instrumental que por estos días puede funcionar como un majestuoso réquiem.

 

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