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Palacios Plebeyos El Cine Arte de Viña del Mar, Cozarinsky y lo que perdimos por la comodidad

Cada día que pasa tenemos más formas de ver películas, pero cada vez menos las vemos (y veremos) en los cines. Peor, esas viejas salas de antaño, cada una con su propia impronta y personalidad, han ido muriendo para dar paso a multisalas con la mejor tecnología, los asientos más cómodos, pero sin ninguna identidad.

Por Andrés Nazarala

Mi aproximación a muchos clásicos del cine, incluyendo a algunos títulos fundamentales que en la adolescencia uno no elige fácilmente como material de entretenimiento, fue gracias al Cine Arte de Viña del Mar. En esos tiempos –estamos hablando de mediados de los años 90- la cartelera era activa, con ciclos temáticos semanales, estrenos y una costumbre ya desaparecida: la de las funciones sorpresas. Potenciado por un café ubicado justo en frente –el célebre Café Cinema, lugar de encuentro de Raúl Zurita, Juan Luis Martínez y otros próceres culturales de la ciudad- la sala contaba con un público cautivo fiel, cumpliendo con la misión buscada por el hombre que la fundó como un Cine Club en el año 1962: el recordado cineasta Aldo Francia.

Había muchos otros motivos para querer al Cine Arte. La música que antecedía a las películas (de Nino Rota a Glenn Miller) y las butacas anchas ubicadas al final de cada fila. Algunos argumentaban que habían sido hechas para gordos; otros aseguraban que su función era acoger a parejas de enamorados.

Hoy, el Cine Arte cuenta con pocos estrenos y los fines de semana es arrendado para prédicas evangélicas. Además, se han abierto sus baños para el uso de los transeúntes a cambio de $250 pesos.

El lugar común para entender esta agonía –aplicable también al noble Cine Arte Normandie de Santiago- es culpar a las multisalas, esas enemigas que irrumpieron con tecnología de punta y una comodidad que ha alcanzado ribetes absurdos (en las salas premium las butacas se pueden reclinar hasta convertirse en camas). Con cierto proselitismo obvio, Cinema Paradiso enfrentaba este romanticismo de celuloide contra el progreso de un mundo que se ha vuelto insensiblemente pragmático. Aunque lo que ha cambiado realmente son los hábitos. En el contexto de un mall el cine adquiere una utilidad particular: ya no es un pasatiempo que funciona como un rito sino que otra opción dentro del consumo de mercado, apenas una distracción para sobrellevar la tensión de las compras. Supongo que cuestionar la situación actual –más allá de la añoranza- nos sitúa automáticamente en una tribuna rígida y apolillada, junto a los que atacan la existencia de los libros electrónicos o los que pretenden que toda la música vuelva a sonar como Los Beatles. El tiempo corre y el cine enfrentará muchos otros cambios. De hecho, hay uno que se vislumbra en el horizonte: los estrenos online (Amazon prepara, por ejemplo, la nueva película de Jim Jarmusch para consumo en streaming) que podrían generar una considerable disminución del público en salas.

Hay, sin embargo, un factor poco abordado tras estas transformaciones: la mística que ha perdido el cine en su proceso de modernización. Hoy todas las salas del mundo son idénticas, dejando atrás los tiempos en que sí importaba el lugar dónde vivíamos la experiencia. De esto, y otras cosas, da cuenta un libro de hace algunos años del escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky, Palacios Plebeyos (Sudamericana, 2006), que encontré en una librería de saldo de Buenos Aires.

Con una memoria enciclopédica, el autor recuerda anfiteatros construidos con "templos egipcios, patios persas y catedrales góticas" como inspiración. Dotados de diseños especiales –como ilustraciones cinematográficas en las paredes-, algunos acudían al gimmick para potenciar películas. El Cine Suipacha, por ejemplo, acompañaba las funciones de Tu nombre es tentación, de Josef von Sternberg, con un perfume ambiental "aroma Cleopatra".

En el transcurso del tiempo (1976) de Wim Wenders

Las referencias de Cozarinsky circulan por Estados Unidos, Europa y Argentina en beneficio de una perspectiva histórica cruzada por recuerdos y anécdotas. En su disección de las transformaciones de los sitios de proyección cita además películas que dan cuenta de estos fenómenos: The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Im Lauf der Zeit (En el transcurso del tiempo, Wim Wenders, 1976), Nitrato D'Argento (Marco Ferreri, 1996) y la fundamental Good-bye Dragon Inn (Tsai Ming Liang, 2003), obra maestra que le sirve de excusa para abordar también el uso de los cines –y en algunos casos sus baños- como lugar para encuentros sexuales.

"Con el lirismo sin énfasis y los tempi contemplativos propios del cineasta taiwanés, el film va tramando contactos furtivos, anécdotas entrevistas, historias apenas sospechadas, atisbos de sexo clandestino, sobre todo la desolación de un público en vísperas de perder la decaída morada de su imaginación", anota Cozarinsky en un libro que no cae en reclamos obvios pero da cuenta de todo lo que la experiencia fílmica solía implicar.

Vale mencionar que él mismo es responsable de un cine autoral que parece haber quedado fuera de los criterios de industria. Su ópera prima, la experimental …(Puntos Suspensivos) (1971), abrió las puertas para una independencia que en esos tiempos parecía insospechada y Ronda Nocturna (2005) es una confirmación de su gusto por la libertad que privilegia el bajo presupuesto: un paseo nocturno por Buenos Aires tras los pasos de un taxi boy adolescente. Hay mucho más (21 cintas para ser precisos). Cozarinsky es un universo por explorar.

 

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