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Film Estreno
Star Wars: El despertar de la fuerza Los viejos cracks
Por Jorge Morales
La primera película que vi este 2016 fue la nueva secuela de Star Wars. En 2D, a media tarde, en un frío primero de enero en París, a sala llena. La cinta se estrenó acá en diciembre, un día antes que en Chile. A diferencia de lo que todo el mundo cree, muchas películas de Hollywood se estrenan antes en Chile que en Francia. La razón es obvia pero vale la pena recordarla: la cartelera francesa es muchísimo más rica y diversa que la chilena y las cintas de los grandes estudios norteamericanos acá no siempre tienen la prioridad ni arrasan demencialmente con las demás. Pero con Star Wars: El despertar de la fuerza, un mega blockbuster por donde se lo mire, Francia no iba a quedarse fuera del fenómeno mundial y estrenó al unísono.
Nunca he sido muy entusiasta de Star Wars. Mucho menos de la serie que George Lucas hizo a comienzos de este siglo que vi con indiferencia y de la que prácticamente no recuerdo nada. De la trilogía inicial, de fines de los '70 e inicios de los '80, tengo muchos más recuerdos porque la vi repetidas veces en todos los formatos posibles a través de los años. En el cine, en la tele, en VHS, en el cable e incluso en DVD en un arresto de curiosidad por sus remozadas escenas nuevas en alguno de sus aniversarios. A casi 40 años de su debut, es difícil hacerle el quite a La guerra de las galaxias, menos cuando su mito nos persiguió con un feroz marketing durante casi medio siglo. Lo cierto es que la serie de Star Wars fue (es) un boom cinematográfico super popular, incluso entrañable, mucho más amplio, extendido y menos patético que la devoción bobalicona que le dedican hasta hoy sus más fieles fanáticos.
Como sea, vi la nueva Star Wars con distancia, cero ansiedad, y sin ningún conocimiento previo. No sabía de la penosa actuación del notable Oscar Isaac (en un rol tan modélico que pudo hacer cualquier actor de menor pelaje) o del retorno de sus personajes más emblemáticos como Han Solo, la Princesa Leia, Chewbacca, R2D2 o el insufrible androide que se parece al hombre de hojalata de El mago de Oz (hasta pereza me da buscar su nombre).
La película es un acto total de nostalgia. Una cinta demodé, filmada como si estuviéramos en los años 80. Con las mismas naves, los mismos personajes (incluso los nuevos héroes parecen moldeados a la antigua), el mismo sentido del humor, las mismas sobreactuaciones, la misma música, la misma ropa, las mismas transiciones de montaje (los horrorosos fundidos), los mismos monigotes de goma (el antológico bar lleno de razas alienígenas que se parece a la banda de músicos de Fantasilandia), los mismos efectos especiales enchulados, las mismas batallas aéreas, las mismas piruetas voladoras, y hasta los mismos viejos peinados nuevos. La trama no tiene una gota de novedad: una guerra interplanetaria entre un imperio militar autoritario y unos buenazos rebeldes democráticos, la lucha entre el lado luminoso y oscuro de la fuerza, la moral saqueada de los samurais, y sobre todo la lucha interna de hijos perturbados que tienen que lidiar y al final matar simbólica y físicamente a su padre para convertirse en villanos hechos y derechos.
No es un bodrio lamentable, pero está a años luz de ser una película indispensable. Es el cine de matiné que quiso originalmente reproducir George Lucas y que un golpe de suerte convirtió en una maquinaria de superproducciones, y donde ahora un tipo como J.J.Abrams se puede dar el lujo de tocar la repetida melodía con los instrumentos de antaño, en un ejercicio de crooner audiovisual aún más excesivo. De hecho, esa fue la acusación que recientemente le hizo Lucas a J.J.Abrams (en síntesis, que no hizo nada nuevo), pero dando la impresión que el director-productor-guionista-multimillonario estuviera convencido que la cantera de Star Wars lo único que necesita para sobrevivir es ampliar más su universo de juguetes y chucherías interplanetarias, de naves y armas más sofisticadas (en lo que Lucas entiende por sofisticación, desde luego).
Lo patético de este acto raro de añoranza adolescente –que por razones misteriosas saca lágrimas incluso a cincuentones-, es que J.J.Abrams estaba convencido que bastaba con traer de las catacumbas (donde estaban) a Harrison Ford, Carrie Fisher y Mark Hamill, para recuperar la leyenda. Pero los tres actores, como sus personajes, parecen demasiado acabados. Como un trío de grandes futbolistas que están fuera de forma y se reúnen en un partido de exhibición donde todos los vitorean hasta cuando hacen un mal pase, el juego es aburrido y el marcador final no le interesa a nadie. Harrison Ford es una parodia de sí mismo, un anciano chocho, poco convincente (y poco convencido de ese rol a su edad) para seguir disparando pistolas láser. Carrie Fisher, que está muy lejos de ser la sex symbol que fuera en la saga, trata de dar dignidad a un papel pequeño que carece de interés y contundencia (una jefa sin mucho carácter ni presencia), y Mark Hamill, que se asoma en los segundos finales (anticipando su participación en la secuela de 2017) parece sacado del museo de cera donde se mantuvo oculto todos estos años. Porque la historia real de cada uno de esos actores no hace más que arruinar la idea de que estos personajes quedaron congelados en el tiempo (o avanzaron en ese universo paralelo). Las adicciones que Carrie Fisher contó hasta el hartazgo (bestseller y película incluida), un Mark Hamill prácticamente desaparecido del cine (en roles de segundo orden en televisión y doblando voces de dibujos animados), y un Harrison Ford, con una carrera cada vez más discreta, no parece la reunión de tres estrellas que vayan a reencenderse sino simplemente extinguirse en un último suspiro. Una idea para el regocijo de los fans, pero que carece de sentido narrativo (demasiados años para un reencuentro que dura cinco minutos), y hasta de una cierta falta de respeto artístico como quien hace cantar a un gran tenor que ha perdido la voz. Pero J.J.Abrams se siente tan pagado de sí mismo por el sólo hecho de haberlos reunido, que no le importa que el trío haga el ridículo.
La serie además incluye dos flojos y nuevos protagonistas. Los jóvenes Daisy Ridley y John Boyega tienen un carisma tan pobre que manifiestan su emoción de un modo particularmente físico: Ridley abre tanto los ojos como si fueran a salirle expulsados de la cara y Boyega lo mejor que hace es sudar en las escenas de stress. Sólo el antagonista, Adam Driver, tiene algún brillo, aunque sólo sea para poner cara de atormentado cuando no lleva puesto el casco negro de "soy-igual-de-malo-que-Darth-Vader".
No sé cuántos años y capítulos más pueden aguantar una serie tan reiterativa en su forma y fondo como ésta, pero ya va siendo hora de dejar atrás la falacia de suponer que tanta tontería de cartón piedra tiene visos de leyenda. Star Wars envejeció como los espectadores que la vimos por primera vez. Estas nuevas películas –como las de Lucas en los 2000- son como zombies: muertos vivos caminando por inercia, sin inteligencia ni alma ni belleza, pero que desgraciadamente arrasan y se multiplican sinfín.
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