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Cuando hace unos años se recuperó Nadie dijo nada, un extraviado film de 1971 financiado por la RAI (Radio Televisión Italiana), para muchos fue el descubrimiento de una de las mejores películas de Raúl Ruiz. Una divertidísima mirada sobre el mundo de la intelectualidad bohemia nacional, hecha con mucha sorna y cariño. La cinta fue una adaptación del cuento Enoch Soames, del inglés Max Beerbohm. Publicado originalmente en 1916, fue traducido por Borges para su clásica Antología de la Literatura Fantástica, y el escritor Roberto Bolaño prologó una nueva publicación del relato con el explícito título de Un cuento perfecto. Aunque Ruiz se tomó muchas libertades, la película conserva varios elementos de la trama que tiene un tono muy ruiziano.

Por Max Beerbohm / Traducción: Jorge Luis Borges

Esa tarde fue interminable. Casi anhelé haber ido con Soames: no para quedarme en la sala de lectura, sino para dar una buena caminata de inspección por el futuro Londres. Intranquilo, tuve que andar y andar. Inútilmente procuré imaginar que yo era un deslumbrado turista del siglo XVIII. Los minutos, lentísimos y vacíos, eran intolerables. Mucho antes de las siete regresé al Vingtième.

Me senté en el mismo lugar. El aire entraba indiferente por la puerta a mi espalda. De vez en cuando, aparecían Rose o Berthe. Les dije que no pediría la comida hasta la llegada de Mr. Soames. Un organito empezó a tocar, ahogando el ruido de un altercado callejero. Entre vals y vals, oía las voces del altercado. Había comprado otro diario de la tarde. Lo abrí, pero mis ojos buscaban el reloj sobre la puerta de la cocina.

¡Sólo faltaban cinco minutos para las siete! Recordé que en los restaurantes los relojes se adelantan cinco minutos. Fijé mis ojos en el diario. Juré que no volvería a apartar la vista. Lo levanté, para no poder ver otra cosa... La hoja temblaba. Es la corriente de aire, me dije. Mis brazos gradualmente se endurecían; me dolían; pero no podía bajarlos. Tenía una sospecha, una certidumbre. Los pasos rápidos de Berthe me permitieron, me obligaron a soltar el diario y a preguntar:

— ¿Qué vamos a comer, Soames?

—Il est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? (¿Estás enfermo el pobre señor Soames?)—preguntó Berthe.

—Sólo está... cansado. —Le pedí que trajera vino Borgoña y algún plato ya listo. Soames estaba encorvado sobre la mesa, precisamente como antes, como si no se hubiera movido, él ¡que había ido tan lejos! Una o dos veces se me había ocurrido que su viaje tal vez no había sido estéril; que tal vez todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Soames. Su rostro demostraba horriblemente que habíamos horriblemente acertado. — Pero, no pierda el ánimo —murmuré—. Quizá no ha esperado lo suficiente. De aquí dos o tres siglos, tal vez...

Volví a oír su voz.

—Sí. He pensado en eso.

—Y ahora... volviendo a un porvenir inmediato. ¿Dónde va a esconderse? ¿Qué le parece tomar el expreso a París, en Charing Cross? Tiene casi una hora. No vaya a París. Deténgase en Calais. Viva en Calais. Nunca se le ocurrirá buscarlo en Calais.

—Mi destino —dijo—. Pasar mis últimas horas con un asno. —No me ofendí. — Un asno pérfido —añadió extrañamente, entregándome un papel arrugado que tenía en la mano. Me pareció entrever un galimatías. Lo aparté, con impaciencia.

— ¡Vamos, Soames! ¡Ánimo! Esto no es una simple cuestión de vida o muerte. Es una cuestión de tormentos eternos. ¡Fíjese! ¿Usted va a someterse y esperar que vengan a buscarlo?

— ¿Qué voy a hacer? No me queda otra alternativa.

—Vamos, esto ya pasa de estímulo y confianza. Es el colmo del satanismo. —Le llené el vaso. — Sin duda, ahora que usted ha visto a ese bruto...

— ¿A qué insultarlo?

—Admita que tiene muy poco de miltoniano, Soames.

—No niego que me lo imaginaba algo distinto.

—Es un ordinario, es un ladrón internacional. Es el tipo de hombre que ronda por los corredores de los trenes y que roba las alhajas de las señoras. ¡Imagínese los tormentos eternos presididos por él!

— ¿Usted cree que me alegra esa perspectiva?

—Entonces, ¿por qué no desaparece, tranquilamente?

Una y otra vez llené su vaso; siempre, como un autómata, lo vaciaba; pero el vino no lo animaba. No comió y yo apenas probé bocado. Yo no creía que ninguna tentativa de fuga pudiera salvarlo. La persecución sería rápida; la captura, fatal. Pero cualquier cosa era preferible a esa espera pasiva, mansa, miserable. Le dije a Soames que por el honor del género humano debía ofrecer alguna resistencia. Me dijo que no le debía nada al género humano.

—Además —agregó—, ¿no entiende usted que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme ¿no? Ya no hay nada que hacer. No tengo voluntad. Estoy condenado.

Hice un gesto de desesperación. Soames repetía la palabra "condenado". Empecé a comprender que el vino había nublado su cerebro. No era extraño: Sin comer había ido al porvenir; sin comer había regresado. Lo insté a que tomara un poco de pan. Pensar que él, que tenía tanto que contar, tal vez no contara nada...

— ¿Cómo era aquello? —le pregunté—. Vamos. Cuénteme sus aventuras.

—Permitirían escribir un cuento muy bueno. ¿No es verdad?

—Comprendo su estado, Soames, y no le hago el menor reproche. Pero ¿qué derecho tiene usted a insinuar que yo voy a escribir un cuento con su desgracia?

El pobre hombre se apretó la cabeza con las manos.

—No sé —dijo—. Tenía alguna razón, me parece... Trataré de acordarme.

—Está bien. Trate de acordarse de todo. Coma otro pedazo de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?

—El de siempre —murmuró al fin.

— ¿Había mucha gente?

—Como de costumbre.

— ¿Cómo eran?

Soames trató de recordarlos.

—Todos —dijo— se parecían entre ellos.

Mi mente dio un tremendo salto.

— ¿Todos vestidos de lana?

—Sí, me parece. Un color gris amarillento.

— ¿Una especie de uniforme? —Asintió. — ¿Con un número, tal vez? ¿Un número en un disco de metal, cosido en la manga izquierda? ¿DKF 78910, algo por el estilo? —Así era. — ¿Y todos, hombres y mujeres, con un aire muy cuidado? ¿Muy utópico? ¿Y con olor a ácido fénico? ¿Y todos depilados? —Siempre acerté, salvo que Soames no estaba seguro de si estaban depilados o rapados. — No tuve tiempo de mirarlos detenidamente —explicó.

—No, desde luego. Pero...

—Me clavaban los ojos, le aseguro. Atraje mucho la atención — ¡Por fin había logrado eso!— Creo que los asusté un poco. Se retiraban, cuando yo me acercaba. Me seguían, a distancia, por todas partes. Los empleados del pupitre del medio tenían una especie de pánico cuando les pedía informes.

— ¿Qué hizo usted cuando llegó?

Naturalmente, fue derecho a mirar el catálogo, a los tomos de la S, y se detuvo mucho tiempo ante S N— S O F, incapaz de sacarlo del estante porque eran tan fuertes los latidos del corazón... Me dijo que al principio no se sintió decepcionado; pensó que podían haberse hecho nuevas clasificaciones. Fue al pupitre del medio y preguntó por el catálogo de libros del siglo XX. Le dijeron que había sólo un catálogo. Volvió otra vez a buscar su nombre. Se fijó en los tres títulos que conocía tan bien.

Luego se quedó sentado un rato largo.

—Y entonces —murmuró— consulté el Diccionario Biográfico y algunas enciclopedias... Regresé al pupitre del medio y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX. Me dijeron que el libro de Mr. T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo y lo pedí. Me lo trajeron. Mi nombre no figuraba en el índice, pero... sí —dijo con un repentino cambio de tono—. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está el papel? Démelo. Yo también había olvidado esa hoja críptica. La encontré en el suelo y se la di. La alisó, sonriendo de una manera desagradable.

—Me puse a hojear el libro de Nupton —prosiguió—. Leerlo, no resultaba fácil. Una especie de escritura fonética... Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.

—Entonces, Soames, no quiero saber más.

—Los nombres propios se escribían como ahora. Si no fuera por eso, quizá no hubiera visto el mío.

— ¿Su nombre? ¿Realmente? Soames, me alegro mucho.

—Y el suyo.

— ¡No puedo creerlo!

—Pensé que nos veríamos esta noche. Por eso me tomé el trabajo de copiar el párrafo. Léalo.

Le arrebaté el papel. La letra de Soames era típicamente vaga. Esa letra, y la obscenaortografía, y mi excitación, me estorbaban para comprender lo que T. K. Nupton quería decir. Tengo el documento a la vista. Es muy extraño que las palabras que transcribo fueron ya transcritas por Soames de aquí setenta y ocho años.

De la p. 274 de Literatura Britaniqa 1890-1900 x T. K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo 1 sqritor de la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió ast´öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo fiqtisio llamado Enoch Soames.— 1 pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para saber qe pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar en el maniana. El hornalero stá a I'altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en esta époqa.

Descubrí que dando a la "h" el valor de la "j" y a la “q" el de la "c" fuerte (artificios que demuestran la progresiva incompetencia de los filólogos), podía descifrarse el texto.

Aumentaron, entonces, mi perplejidad, mi horror, mi congoja. Era una pesadilla. A lo lejos, el espantoso porvenir de las letras; aquí, en la mesa, mirándome hasta ruborizarme, el pobre a quien, a quien, evidentemente... Pero no: Por más que me depravaran los años, no incurriría en la crueldad de...

Volví a mirar el manuscrito. "Fiqtisio"... pero Soames ¡ay! era tan poco ficticio como yo.

—Todo esto es muy desconcertante —alcancé a balbucear.

Soames no dijo nada, pero cruelmente no dejó de mirarme.

— ¿Está usted seguro —transé— de haber copiado esto, sin equivocarse?

—Plenamente.

—Bueno, entonces es el maldito Nupton, el que ha hecho (el que hará) un error estúpido... Vea. Soames, usted me conoce demasiado bien para imaginar que yo... Al fin y al cabo el nombre Max Beerbohm no tiene nada de excepcional y debe, de haber unos cuantos Enoch Soames en circulación (o, más bien, a cualquier cuentista se le puede ocurrir el nombre Enoch Soames). Y yo no escribo cuentos: Soy un, ensayista, un observador, un espectador... Reconozco que es una coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender...

—Comprendo perfectamente —dijo Soames con serenidad. Y agregó, con algo de su antigua manera, pero con una dignidad que en él era nueva—: Parlons d'autre chose (Hablemos de otra cosa).

Acepté en el acto la sugestión. Encaré inmediatamente el futuro inmediato. Pasé aquellas horas interminables instándolo a esconderse en alguna parte. Recuerdo haber dicho que si, realmente, yo estaba destinado a escribir el supuesto "quento", un desenlace feliz era preferible. Soames repitió las últimas palabras con intenso desprecio.

—En la Vida y en el Arte —dijo— lo que importa es un final inevitable.

—Pero —insistí con una confianza que no sentía— un final que puede evitarse no es inevitable.

—Usted no es un artista —replicó—. Tan poco artista es, que lejos de poder imaginar una cosa y darle semblanza de verdad, usted va a conseguir que una cosa verdadera parezca imaginaria. Usted es un miserable chambón.

Protesté; el miserable chambón no era yo... no iba a ser yo, sino T. K. Nupton; tuvimos una discusión agitada, en medio de la cual me pareció que Soames, bruscamente, comprendió que no tenía razón. Se encogió todo. Me pregunté por qué miraba fijamente detrás de mí. Lo adiviné con un escalofrío. El portador del "inevitable" final llenaba el pórtico. Logré darme vuelta en la silla y decir, fingiendo despreocupación:

— ¡Ah! pase adelante. —Tenía un absurdo aspecto de villano de melodrama que atenuó mi temor. El brillo de su ladeado sombrero de copa y de su pechera, la continua retorsión del bigote y, sobre todo, la magnificencia de su desdén, prometían que sólo estaba ahí para fracasar. Un paso y estaba en nuestra mesa.

—Deploro —dijo implacablemente— disolver esta amena reunión, pero...

—Usted no la disuelve, usted la completa —le aseguré—. Mr. Soames y yo teníamos que hablarle. ¿No quiere tomar asiento? Mr. Soames no sacó ningún provecho (francamente, ninguno) del viaje de esta tarde. No sugerimos que todo el asunto es una estafa, una estafa vulgar. Al contrario, creemos que usted ha procedido lealmente. Pero el convenio, si es posible darle ese nombre, queda por supuesto anulado.

El Diablo no me contestó. Miró a Soames y con el índice rígido señaló la puerta. Soames deplorablemente se levantaba cuando, con un desesperado gesto rápido, tomé dos cuchillos de postre y los puse en cruz. El Diablo reculó dando vuelta la cara y estremeciéndose.

— ¡Es usted un supersticioso! —protestó.

—De ninguna manera —respondí con una sonrisa.

— ¡Soames! —dijo como dirigiéndose a un subalterno, pero sin volver la cabeza—, ponga esos cuchillos en su lugar.

Con un gesto a mi amigo, dije enfáticamente al Diablo:

—Mr. Soames es un satanista católico —pero mi pobre amigo acató la orden del Diablo, no la mía; y ahora, con los ojos de su amo fijos en él, se escurrió hacia la puerta. Quise hablar; fue él quien habló. —Trate —me suplicó mientras el Diablo iba empujándolo—, trate que sepan que existí.

Yo salí también. Me quedé mirando la calle: A derecha, a izquierda, al frente. Había luz de luna y luz de los faroles; pero no Soames ni el otro. Me quedé aturdido. Aturdido, entré en el restaurante; y supongo que pagué a Berthe o a Rose. Así lo espero, porque no volví nunca al Vingtième. Tampoco volví a pasar por Greek Street. Y durante años no pisé Soho Square, porque ahí di vueltas y vueltas esa noche, con la esperanza oscura del hombre que no se aleja del lugar en el que ha perdido algo... "Alrededor y alrededor de la plaza desierta", ese verso retumbaba en mi soledad y con ese verso, toda la estrofa, recalcando la trágica diferencia de la escena feliz imaginada por el poeta y su verdadero encuentro con aquel príncipe que, de todos los príncipes del mundo, es el menos digno de nuestra fe. Pero — ¡cómo divaga y erra la mente de un ensayista, por atormentada que esté!— recuerdo haberme detenido ante un extenso umbral, preguntándome si no sería ahí mismo donde el joven de Quincey yació, mareado y enfermo, mientras la pobre Ann corría a Oxford Street, esa "madrastra de corazón de piedra", y volvía con la ropa de oporto que le salvó la vida. ¿No sería ese el mismo umbral que solía visitar en homenaje el viejo De Quincey? Pensé en el destino de Ann, en los motivos de su brusca desaparición; y me recriminé por dejar que el pasado se superpusiera al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido! También empecé a preocuparme por mí. ¿Qué debía hacer? ¿Habría un escándalo? —

Misteriosa Desaparición de un Autor, y todo lo demás. — La última vez que lo vieron a Soames, estaba conmigo. ¿No convendría tomar un coche e ir directamente a Scotland Yard? Me creerían loco. Después de todo, me dije, Londres es muy grande; una figura tan vaga podía fácilmente desaparecer inadvertida, especialmente ahora, en la deslumbrante luz del Jubileo. Resolví no decir nada. Y tuve razón. La desaparición de Soames no produjo la menor inquietud. Fue totalmente olvidado antes de que alguien notara que ya no andaba por ahí. Tal vez algún poeta o algún prosista habrá preguntado: ¿Y ese individuo Soames?, pero nunca oí esa pregunta. Tal vez el ahogado que le pagaba su renta anual hizo investigaciones, pero no trascendió ningún eco. En ese párrafo del repugnante libro de Nupton, hay un problema. ¿Cómo explicarse que el autor, aunque he mencionado su nombre y he citado las palabras precisas que va a escribir, no advierte que no he inventado nada? Sólo hay una respuesta: Nupton no habrá leído las últimas páginas de este informe. Esta omisión es muy grave en un erudito. Espero que mi trabajo sea leído por algún rival contemporáneo de Nupton y sea la ruina de Nupton. Me agrada pensar que entre 1992 y 1997 alguien habrá leído este informe y habrá impuesto al mundo sus conclusiones asombrosas e inevitables. Tengo mis razones para pensar que así ocurrirá. Comprenderán ustedes que la sala de lectura donde Soames fue proyectado por el Diablo, era, en todos sus detalles, igual a la que lo recibirá el 3 de junio de 1997. Comprenderán ustedes que en ese atardecer el mismo público llenará la sala y ahí también estará Soames, todos haciendo exactamente lo que ya hicieron. Ahora recuerden lo que dijo Soames sobre la sensación que produjo. Me replicarán que la mera diferencia de traje bastaba para hacerlo notable en esa turba uniformada. No dirían eso si alguna vez lo hubieran visto.

Les juro que en ningún período Soames podría ser notable. El hecho de que la gente no le quite la vista y que lo siga y que parezca temerlo, sólo puede aceptarse mediante la hipótesis de que están esperando, de algún modo, su visita espectral. Estarán esperando con horror si realmente viene. Y cuando venga, el efecto será horrible. Un fantasma auténtico, garantido, probado, pero ¡sólo un fantasma! Nada más. En su primera visita, Soames era una criatura de carne y hueso, pero los seres que lo recibieron eran fantasmas, fantasmas sólidos, palpables, vocales, pero inconscientes y automáticos, en un edificio que también era una ilusión. La próxima vez, el edificio y la gente serán verdaderos. De Soames no habrá sino el simulacro. Me gustaría pensar que está predestinado a visitar el mundo realmente, físicamente, conscientemente. Me gustaría pensar que le ha sido otorgada esta breve fuga, este modesto recreo, para entretener su esperanza. No paso mucho tiempo sin recordarlo. Esté donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos pensarán que él tiene la culpa. Por mi parte, creo que el destino se ha ensañado con él. Es justo que la vanidad sea castigada; y la vanidad de Enoch Soames era, lo admito, extraordinaria y exigía un tratamiento especial. Pero la crueldad es siempre superflua. Ustedes dirán que se comprometió a pagar el precio que ahora paga; sí, pero sostengo que hubo fraude. El Diablo, siempre bien informado, tiene que haber sabido que mi amigo no ganaría nada con su visita al porvenir.

Todo fue un miserable engaño. Cuanto más lo pienso, más odioso me parece el Diablo.

Desde aquel día en el Vingtème, lo he visto varias veces. Sólo una, sin embargo, lo he visto de cerca. Fue en París. Yo caminaba una tarde por la Rue d'Antin cuando lo vi venir, demasiado vistoso, como siempre y revoleando un bastón de ébano, como si fuera el dueño de la calle. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de víctimas que gimen bajo el poder de esa bestia, un gran enojo frío me acometió; me erguí cuanto pude. Pero, bueno; uno está tan acostumbrado a sonreír y a saludar en la calle a cualquier conocido, que el acto es casi autónomo. Al cruzarme con el Diablo, sé, miserablemente, que lo saludé y sonreí. Mi vergüenza fue dolorosa cuando él me miró fijamente y siguió de largo. Ser desairado, deliberadamente desairado por él. Estuve, estoy aún, indignado de que eso me pasara.


Este texto fue traducido por Jorge Luis Borges para la Antología de la Literatura Fantástica, compilación que hizo junto a Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, cuya primera edición fue publicada por Editorial Sudamericana de Buenos Aires en 1940.

ANEXO / En 1997 una gran cantidad de personas se reunió en el Museo Británico para esperar a Enoch Soames. Teller, integrante del dúo de comediantes e ilusionistas Penn y Teller, estuvo entre los presentes y cuenta la experiencia de aquel día (leer aquí –en inglés-).

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