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Marcel Hanoun

Marcel Hanoun (1929 - 2012) La creación es un grito político

En la última jornada del último festival de cine de San Sebastián, Javier Rebollo -que participaba en la sección oficial con El muerto y ser feliz- quiso recordar la muerte de su amigo y mentor Marcel Hanoun ocurrida la semana anterior. Mientras recibía el premio Fipresci por su película, en una sencilla ceremonia donde sólo asistieron los miembros del jurado y un fotógrafo que tomaba las fotos de rigor, Rebollo -que está traduciendo los escritos de Hanoun del francés al español- leyó un fragmento de un texto del cineasta franco tunesino. Reproducimos aquí las palabras de Hanoun a través de la voz de Rebollo, y agregamos la introducción que escribió el director español para el ciclo de Marcel Hanoun que él mismo programó en la Cinemateca Uruguaya en marzo de 2012, como homenaje a la desaparición de este notable y desconocido realizador.

Por Marcel Hanoun (La création est un cri politique, 1997) / Traducción: Javier Rebollo

Trabajo es la palabra clave de la creación cinematográfica, palabra cada vez más devaluada y abandonada. Trabajo cada encarnizado e infintesimal y en todos los instantes, trabajo de los sonidos, de las palabras y de las imágenes por el sujeto que las crea pero también por el sujeto que las recibe –el espectador-, que es trabajado a su vez y a su vez debe trabajarlas, trabajo metafórico de nacimiento desde lo ético a lo político.

En principio, ninguna prohibición se opone al creador audiovisual; sin embargo hay muchos obstáculos para el deseo: por arriba, el obstáculo económico de la producción misma, por abajo, la precensura inconsciente, inducida por la probabilidad de no poder llevar a cabo un proyecto original y atípico.

Hay que querer y poner librarse de la propia censura, evitar las reglas del sistema, saltar las barreras de la producción, todo eso se paga muy caro. Se paga con el rechazo de la difusión de las obras, se paga con el rechazo a informar y con el silencio que cae sobre las películas, sobre la creación y su autor, sobre su existencia misma como persona y sobre el reconocimiento necesario de su trabajo. Mientras se celebran la homogeneización del pensamiento, de la "doma" y se exalta y celebra. A este juego perverso los medios se prestan complacientes, sin distancia crítica y sin queja.

La puesta en circulación, la difusión de toda nueva creación cinematográfica es un derecho, una apuesta, una puesta que el público hace para descubrir obras nuevas y la obras públicos nuevos, desconocidos, que ven la obra nueva diferente, no repetitiva, inesperada.

En busca del cine (im)posible

Por Javier Rebollo

Para hacer cine, incluso si no tenemos cámara, podemos rodar con los ojos
Marcel Hanoun

Marcel Hanoun tiene muchos años, pero él no cumple años sino películas, y ha cumplido más de ochenta. Nació en Túnez en 1929, pero es francés; le gusta hablar en español porque la lengua española, dice, le liga con la vida, con el acto cinematográfico que le obliga a la búsqueda de la palabra justa. Todo su cine es una búsqueda azarosa de esa palabra y de esa imagen justa. Con Agnès Varda, son los abuelos de la nouvelle vague. Jean Douchet dice que por haber flirteado con lo experimental no ha podido llegar al gran público. Pero Marcel no se considera un cineasta experimental. Le encanta el público y, como Renoir, no cree en las fronteras. Es el responsable de una obra rara y preciosa, sencilla, serena, necesaria en estos tiempos del cine de parque de atracciones y de crisis de las imágenes. Su obra tiene mucho de cineasta primitivo descubriendo el cine, que lo hace todo por primera vez, y de insolente joven moderno, adelantado a su tiempo, que reinventa el cine de sus mayores. Es, probablemente, el cineasta más independiente del mundo: empezó rodando en 35 mm pero fue de los primeros que se pasó al video; ahora rueda con pequeñas cámaras, incluso con la de su teléfono móvil. A causa de una enfermedad hoy no sale casi de su casa en el campo y filma en su jardín, en su cocina, en el salón al lado de la ventana, lejos de París, ayudado por su mujer, Estelle, un amigo español y un campesino vecino. Uno o dos actores. Es un hombre sabio y bueno. Mucho antes de la enfermedad se dio cuenta de la pesadez del cine y se liberó de ella y, sin ayudas, sin equipo, sin cámara casi, se volcó en la escritura de la luz y el silencio, se dedicó a esculpir al actor y su cuerpo y, sobre todo, confió en la complicidad muda del espectador, de usted.

A lo largo de más de cincuenta años, ha ido componiendo una de las obras más originales y únicas de la historia del cine. Sus películas son como la carta de amor de un preso que lee el guardián y nunca llega a la amada.

Une simple histoire (1958)

Sus películas tienen fama de ser intelectuales, cerradas, arduas... pero no, son claras como el dibujo de un niño, trasparentes como un arroyo en la montaña. En su cine se sabe lo que se dice; pero hay que saber escuchar y mirar porque como pasa con la música que no se escucha sino que se sigue, así hay que seguir las películas de Marcel, porque son películas no se ven sino que se acompañan, como un paseo por la Rambla montevideana. Cree en la sensualidad, y que la sensualidad es inseparable de lo intelectual, igual que lo político del cine. Sus películas están llenas de palabras y silencios. Es junto a Bresson (amigo con el que mantenía largas charlas telefónicas) el cineasta que más ha indagado sobre la naturaleza del silencio en el cine; también de la oscuridad y el vacío.

Su cine es un cine de la carne filmado por un místico ateo, no puede hablar del alma separándola de la carne. Por eso sus actores no interpretan sino que "encarnan". No dejen de ver Je meurs de vivre, esa (im)posible historia de amor y concepción entre una monja y un monje que nunca, cada uno en su encierro, estuvieron tan juntos como cuando estuvieron separados, mientras del exterior les llega el ruido de mundo moderno.

A Marcel le gustan mucho los periódicos, sobre todo el semanal satírico Le canard enchaîné, y la crónica de sucesos donde ha encontrado muchas veces los pretextos para sus películas, pero no cree en la anécdota ni en el argumento (algo que, decía Onetti, sirve a los inteligentes o los idiotas pero no a los muy inteligentes). Casi todas las películas de este ciclo tratan del tema del encierro, de la prisión, de la alienación y el secuestro que siempre lo han obsesionado sin buscarlo, como en Bresson. Esos temas están en Une simple histoire (1958), en L'Authentique procès de Carl Emmanuel Jung (1966), en Je meurs de vivre (1994), en Otage (1992), en Jeanne aujourd'hui (2002) y en una de sus últimas películas, L'insaisissable image (2009), en la que nos cuenta que ahora es él quien vive encarcelado en su cuerpo, preso de una diálisis tres veces por semana. Pero eso no le impide filmar.

El cine comercial está hecho para que el espectador sea pasivo, quede adormecido, neutralizado. Las películas de Marcel quieren hacer reaccionar al espectador, desde su belleza y violencia, incluso provocándole a que se salga de la sala. Quiere que el espectador tome conciencia de sí mismo, del acto de contar y mirar, de la condición de ser espectador. "Contar" es una palabra que no le gusta, un film no trata de contar una historia (aunque sus películas están llenas de historias maravillosas), un film para Marcel es el cuestionamiento del acto de mirar, acto del que el cineasta es el primer espectador. Cree que al proyectar la película se produce una inversión que hace que la película termine mirando a aquel que la está mirando; para él esa es la verdadera función de una película, no el mirarla, sino el ver al otro, a ese otro que no estaba en el momento del rodaje.

Publicado en el Boletín 449 de la Cinemateca Uruguaya en su edición de Febrero/Marzo 2012

 

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