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Marcado para filmar El cine rebelde de Seijun Suzuki

Desde sus trabajos para los estudios Nikkatsu hasta su completa liberación, el director de 92 años de edad ha logrado una filmografía de más de 50 películas por descubrir. Son vueltas de tuerca al cine yakuza marcadas por una pictórica inquietud visual y un progresivo sentido de la abstracción que le significó su expulsión definitiva de la industria. (Foto: Marcado para matar)

Por Andrés Nazarala R.

Cuenta Jim Jarmusch que cuando Seijun Suzuki (1923) vio Ghost Dog: El Camino del Samurai (1999) no pudo entender por qué el protagonista se tomaba tanto tiempo en cobrar venganza. Había viajado hasta Japón para mostrársela; después de todo, era el gran inspirador de una película que no existiría sin Marcado para matar (1967), su obra maestra y una de las más anárquicas de su catálogo. En ella, el japonés no concibe tensiones narrativas ni digresiones existenciales –como las de Jarmusch- sino que va cimentando con cadáveres el frenético camino hacia el reconocimiento de un asesino a sueldo que se enfrenta a un enemigo colectivo: el resto de los integrantes de una organización criminal, todos empeñados en ser el "número 1".

En un contrastado blanco y negro, narrada al ritmo del bebop y protagonizada por el más rudo de los actores fetiches del cineasta –el inconfundible Joe Shishido, famoso por sus pómulos artificialmente inflados-, Marcado para matar es la culminación de una ingeniosa rebeldía que Suzuki venía manifestando desde hace algunos años. La planificación criminal alcanza aquí ribetes de abstracta poesía –imborrable es el balazo a través de la cañería, replicado en Ghost Dog- y el énfasis pareciera estar más puesto en la puesta en escena que en la coherencia narrativa. Como si se tratase de la espontánea construcción de un sueño en el que no importa la lógica espacio-temporal, el director compone un collage caótico y hecho de altas dosis de absurdo, noir, surrealismo, humor negro y arte pop. Si Jarmusch es un occidental que parece oriental, Suzuki es justamente lo contrario.

Marcado para matar

Pero a pesar del reconocimiento que fue adquiriendo con los años, Marcado para matar fue un rotundo fracaso comercial. Los estudios Nikkatsu, para los que el cineasta trabajaba, terminó despidiéndolo por realizar "películas que no tienen sentido ni hacen dinero". Además, retiraron de circulación sus 42 títulos previos. El prolífico Suzuki siguió haciendo cine de forma independiente. Dirigió nada menos que 11 largometrajes hasta que volvió a hacer ruido con Pistol Opera (2001), reescritura de Marcado para matar filmada en colores y con una mujer en el protagónico. El distanciamiento de convenciones narrativas que el cineasta consolidaba 34 años antes ahora era absoluto. Con su fuerte sentido de la auto-parodia, su montaje musical y una artificialidad posmoderna, Pistol Opera reivindica, a la luz de nuevas tecnologías, la obra maestra descartada por Nikkatsu. Es algo así como la remezcla de una cinta incomprendida que no solo Jarmusch, sino que también Quentin Tarantino, reconocerían más tarde como una fuerte influencia.

Rebelde con causa

Es justamente este espaldarazo de cineastas occidentales lo que ha contribuido a que podamos conseguir algunos títulos de Suzuki en este lado del mundo. Pero la misión no es fácil. A sus 92 años, el director ha realizado más de 50 películas y muchas de ellas han quedado almacenadas en las bodegas de Nikkatsu. Si no fuese por los DVDs editados por Criterion Collection –y los ciclos que Japan Foundation ha organizado por el mundo, como el que tuvo lugar en la Sala Leopoldo Lugones de, Buenos Aires, en marzo del 2015- la obra del japonés sería prácticamente desconocida.

Su evasión de los encasillamientos es probablemente también causa de su bajo perfil. Suzuki brilla por su ausencia en las listas enciclopédicas de cine oriental y, pese a su inquietud vanguardista, nunca formó parte de la Nuberu Vagu, la Nueva Ola Japonesa que integran cineastas más pretenciosos como Oshima o Imamura. Lo suyo siempre fue el cine B de vocación popular, centrado principalmente en el mundo yakuza. Sus películas se exhibían generalmente a continuación de títulos más prestigiosos, como postres para endulzar funciones continuadas. Anclado en ese universo de reglas y requisitos de industria fue buscando progresivamente nuevas formas y matices visuales para narrar sus historias de lealtades y traiciones. O, según observa el crítico inglés Tony Rayns, fue intensificando algunos ingredientes como "utilizar una puesta en escena e iluminación de origen teatral, mostrar la acción desde ángulos excéntricos, destacar los detalles más inesperados, elevar el nivel del humor absurdo".

Ocho horas de terror

Una de sus primeras subversiones ocurrió en el rodaje de Ocho horas de terror (1957), cinta de acción –centrada en un bus secuestrado por criminales (¿alguien dijo Alta velocidad?)- en la que el cineasta transformó el melodrama del guión original en comedia, lo que impulsó a los productores a sacar ciertas escenas humorísticas. El éxito de la oferta -logro iluminado siempre en relación a su bajo presupuesto- le permitió dirigir La bella del submundo (1958), película en blanco y negro construida sobre un clásico motivo noir: el gánster que sale de la cárcel para reiniciar su vida. Afuera, las deudas no saldadas y las mujeres –sí, con mirada grave podemos calificar como misógina la amplia galería de prostitutas y traicioneras femmes fatales que ofrece Suzuki- complican sus planes. Es la primera muestra de un nihilismo que se extiende a través de toda su filmografía.

El hombre que se reinventa a sí mismo o se enfrenta a un mundo que ha cambiado pasarían a ser constantes dentro de la obra del japonés. El vagabundo de Kanto (1963), uno de sus films más importantes, sigue a un yakuza que no puede adaptarse a los nuevos códigos del oficio, donde el honor ha sido dejado de lado. El delincuente de El tatuaje del dragón blanco (1965) tiene otro dilema: ha sido traicionado por los suyos y se refugia en Manchuria, donde intenta reiniciar su vida. En El vagabundo de Tokio (1966) es también un criminal reformado el que regresa a la acción tras ser reclutado por su antiguo jefe. Sin dejar de lado recursos como la parodia, Suzuki ha abordado de distintas formas asuntos como los códigos de valor y las responsabilidades de un oficio.

La edad desnuda

Su gusto por la cultura norteamericana, y la música popular, lo llevaron también a realizar memorables películas de pandillas juveniles, poco tiempo después del estreno de Rebelde sin causa (1955) de Nicholas Ray. La edad desnuda (1959) enfrenta a un grupo de delincuentes adolescentes con una temible banda de gángsters. Fue el primer paso en la conquista de un subgénero que perfeccionaría con Todo sale mal (1960), melodrama familiar sazonado con rock and roll, free jazz, psicodelia y furia adolescente. El realizador ofrece la edípica crónica de un joven que le tiende una trampa a su padrastro para separarlo de su madre. Será una escalada de desencuentros que terminará en tragedia, conectando cíclicamente la sangre de la venganza con la de la desventura histórica. Porque Todo sale mal comienza en la Segunda Guerra Mundial con la muerte de un soldado que resulta ser el padre del personaje central. En ese horror inicial parece radicar el origen del desamparo de una juventud atormentada y perdida, la herida de una generación de huérfanos y malditos.

Caligrafía propia

Pero si Suzuki merece reconocimientos mayores es principalmente por la inquietud estilística que ha demostrado a lo largo de su carrera. En sus primeras películas para los estudios Nikkatsu –y también en El canal sangriento (1961), su largometraje más caro, y probablemente, el más "mainstream"- probó ser un realizador funcional y correcto, virtudes que fue progresivamente reemplazando por una inquietud poco común dentro de la industria. En busca de un realismo crudo, Todo sale mal fue filmada en un estilo semi-documental, como si fuese un noticiero sobre una juventud salvaje. La juventud de la bestia (1963), por su parte, explota las posibilidades de la violencia (hay un asesinato con una lata de spray y encendedor) en un contexto oscuro, nocturno. Parece un film de Jean-Pierre Melville con sus hombres de traje y sombrero, sus autos americanos y un auterismo que se refleja en los escenarios surreales que Suzuki depara para sus llamativos enfrentamientos. "Es el triunfo de la abstracción en un contexto hiper comercial", apuntó el crítico Howard Hampton.

El vagabundo de Kanto –diseñada para ser proyectada luego de La mujer insecto, de Imamura- parece teatro kabuki. Está marcada por una estética artificial y expresionista, decorados multicolor, juegos de geometría visual y escenas alucinadas, como una pelea en la que la escenografía cae para envolver a los personajes en el rojo profundo de un fondo revelado.

El tatuaje de dragón blanco lleva aún más lejos el esteticismo. Quentin Tarantino homenajeó su secuencia final en Kill Bill. En ella el protagonista se enfrenta a un ejército de hombres con espadas en medio de un clásico domo japonés, y las cámaras registran la masacre desde distintos ángulos. La batalla continuará de a dos, bajo una melancólica e icónica lluvia oriental.

El vagabundo de Tokio

A esta altura, Suzuki ya había sido amenazado por los estudios debido a sus licencias, pero tomó el camino de la desobediencia. En El vagabundo de Tokio radicaliza aún más sus juegos estéticos. La película comienza en blanco y negro pero a cambia sorpresivamente a color para resaltar la sangre derramada sobre la nieve o lucir unos escenarios que, según el director, fueron construidos con los musicales clásicos de Hollywood como inspiración.

No es raro que a la hora de filmar Marcado para matar, Suzuki actuara libremente como si fuese un músico de jazz, improvisando, confiando en las epifanías que surgían en su cabeza a último momento, desentendiéndose de las leyes del mundo. En esta última etapa su cine adquiere una caligrafía personal, se acerca al concepto de "cinematógrafo" que acuñaba Robert Bresson: el de un arte que rehúye a la representación de la realidad para fundar una verdad propia, nueva, única.

Marcado para matar marcó el fin de un ciclo. El director no volvería a responder a las imposiciones de estudio ni tendría que desafiar las convenciones. Para Rayns "el quiebre con Nikkatsu fue inevitable. Cuesta imaginar cómo hubiese llegado más lejos dentro de un género limitado". Fue, de alguna manera, la liberación de un revolucionario, un rupturista atrapado en la tradición, un autor trascendental restringido por la gran maquinaria de éxitos desechables.

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