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Paco León & Alberto Rodríguez El pujante cine andaluz ¡Con dos cojones!

Despertó con "Carmina o revienta" y se consagró con "La isla mínima", el cine hecho en Andalucía sigue los pasos del resto de las comunidades autónomas de España buscando y encontrando una identidad propia con particular brío, convicción y originalidad. (Foto: La isla mínima)

Por Tariq Porter

En tanto que Estado eminentemente pluricultural, cada vez tiene más sentido, en España, hablar de cine catalán, vasco, gallego o andaluz. En todas estas comunidades que conforman el país ibérico existe una expresión y tendencia cinematográfica propia, sin siquiera necesidad de enmarcarse en una corriente cultural como la otrora efervescente Movida madrileña. En Galicia, por ejemplo, existe un potente nicho de cine de animación que ha dado multitud de títulos, conocidos y reconocidos, que no renuncian casi nunca a la originalidad en el sentido geográfico y antropológico del término. Obras recientes tan estimables y atrevidas como O apóstolo (Fernando Cortizo, 2012), Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011) o De profundis (Miguelanxo Prado, 2006), además de las familiares y ganadoras de Premios Goya El bosque animado (Ángel de la Cruz, 2001), El sueño de una noche de San Juan (Manolo Gómez, 2006) o Noctura (Adrià García y Víctor Maldonado, 2007), testimonian el potencial de Galicia en el terreno de la animación así como una expresión autóctona y estimulante, remitente en muchos casos a eruditos de la viñeta como los mismos Prado –maestro– o Ferreras.

También el cine catalán tiene un sendero artístico propio, bicéfalo pero genuino y deudor de sus antecedentes artísticos. Por un lado, pesan nombres como los directores y productores Pere Portabella, Albert Serra, Isaki Lacuesta, Lluís Miñarro o Jaime Rosales, abanderados del cine-arte mediterráneo. En ellos radica la fusión entre la autoría cerebral de la Europa profunda y la tradición, mucho más anárquica y apasionada, del surrealismo daliniano o la abstracción expresionista de Miró o Tàpies. Al otro lado están personalidades como Juan Antonio Bayona, Jaume Collet-Serra, Edmon Roch o Julio Fernández, instigadores de un cine mainstream de calidad más cercano a cánones yanquis.

En el caso gallego, vasco y catalán, además, está también la diferencia idiomática, que pronuncia la heterogénea comunicativa, y un hecho singular: la existencia de academias de cine propias, auspiciadoras y promotoras de sus respectivos cines. En Galicia, la Academia Galega do Audiovisual tiene sus propios premios anuales, los Mestre Mateo, y en Cataluña la Acadèmia del Cinema Català tiene también los suyos, los Gaudí. No es baladí ni capricho; resulta muy difícil, para películas en estos idiomas o de vocación introspectiva, tener visibilidad en cartelera y presencia y reconocimiento en premios de nivel estatal.

Techo y comida

Así, en un sector tan diverso como el mismo país, no es ni casual ni extraño que a día de hoy podamos vislumbrar también un cine propiamente andaluz; suficientemente diferenciado y numeroso como para ser etiquetado como tal. Muchos son los nombres que lo sustentan –pegan con mucha fuerza en cartelera intérpretes como Natalia de Molina, Jesús Castro o Dani Rovira, y muchas las películas, como los potentes dramas sociales Techo y comida (Juan Miguel del Castillo, 2015) o A cambio de nada (Daniel Guzmán, 2015), la comedia crítica El mundo es nuestro (Alfonso Sánchez, 2013)… Sin embargo, dos nombres relucen especialmente, en la actualidad, como máximos referentes gracias a una filmografía breve pero extraordinaria que habla de Andalucía sin filtros ni concesiones.

Uno es sin duda Paco León, joven actor sevillano cuya irrupción en el terreno de la dirección, en 2012, fue una sorpresa mayúscula. Conocido por sus actuaciones en papeles mayormente cómicos, el cineasta sevillano revolucionó el Festival de Málaga hace ya cuatro años con una ópera prima vanguardista y radicalmente desacomplejada que se ganó a los espectadores y la crítica y se alzó con el Premio especial del Jurado y el Premio del Público. Carmina o revienta (el título ya es exquisito) es un descarnado retrato sobre la propia familia de León –sevillana de clase baja– a través de su madre, Carmina Barrios, y su hermana, la también actriz María León. El director opta por un formato de falso documental –pronunciando su vocación caricaturesca– con elipsis temporales que, sin ser arbitrarias, no se dejan encorsetar por estructuras narrativas tradicionales. Y lejos de producirse un choque entre las ínfulas de modernidad y la ruda realidad de la Sevilla más popular, lo que se genera es una perfecta simbiosis entre el texto y lenguaje que da como resultado una maravillosa comedia naturalista, tan austera como sofisticada. Carmina o revienta es una joya en tanto que consigue ser comedia sin renunciar a la crudeza de su entorno, una suerte de Torrente mucho menos desquiciado y mucho más perspicaz que transmite perfectamente, más allá de despuntes histriónicos, unas directrices sociales inmediatamente reconocibles.

Carmina o revienta

No conforme con eso, Paco León volvía en 2014 con una segunda parte que, contra todos los pronósticos que a las secuelas dictan, mantenía el nivel gracias a un ligero cambio de tono. En Carmina o revienta la principal gracia era el descubrimiento, la desfloración ante una irresistible sátira con forma de enorme mujer sobre lo más primario de la cultura andaluza. De hecho, Carmina, el personaje, tiene el ímpetu, el arrebato y la gallardía de la tradición gitana; también sus dificultades de adaptación social, indomable. En Carmina y amén, segunda parte, León prosigue los pasos de su madre compensando la pérdida de ese efecto sorpresa con un brillante uso de la alegoría cinematográfica que va tomando forma conforme avanza el metraje. Todo cuadra en una película que aparenta dispersión y, como la primera, resulta finalmente redonda. De nuevo, el humor es constante dentro de un marco trágico, instrumento nunca impostado y de tan verosímil plenamente creíble. Entre risas, no obstante, uno puede encontrar mensajes profundos; claras pistas antropológicas y una potente reflexión existencial a priori inconcebible en un marco de tan simple apariencia.

Las Carminas de Paco León, en definitiva, son valiosas en muchos sentidos; por su insobornable genuinidad –sería imposible situar la acción fuera de la capital andaluza-, por descubrir unos personajes tan potentes y por su sofisticada sencillez formal, tan osada. Tanto es así, osada y atípica, que también su distribución y exhibición causaron revuelo entre un sector que tiende al inmovilismo. Cuando Carmina o revienta, por determinación expresa de León, se saltó el circuito comercial habitual para estrenar simultáneamente la película a través de cines, VOD y venta en DVD, una parte del gremio de exhibidores lo plantó con un boicot que supuso una reducción sustancial de cines que la programaran. No fue impedimento para que una ópera prima, sin presupuesto concebida, recaudara más de medio millón de euros. Después, Carmina y amén superó el millón, y su nuevo hit, Kiki, el amor se hace, comedia erótica de agradable ingestión estrenada en abril, ya superó los seis millones de euros.

 
 La isla mínima

Así, si Paco León es vanguardia y arrebato, Alberto Rodríguez es alta academia, un director sólido y altamente exigente con lo que transmite su cine más allá de su bronca epidermis. Especialmente acertados han sido sus dos últimos trabajos, Grupo 7 y La isla mínima, gran triunfadora de los Premios Goya 2015. Versado en el thriller local, como Vázquez Montalbán o Giménez Bartlett y Barcelona, Rodríguez instrumentaliza el género para radiografiar Sevilla-Andalucía-España a través de su pasado reciente. En Grupo 7, la capital andaluza se acicala para celebrar la Expo universal y unidades especiales de policía tratan de acorralar el tráfico de drogas con métodos poco ortodoxos. Su premisa, aparentemente tópica, conduce al retrato desencantado de un país poco avenido, ya en los años noventa, al estado de derecho. Por eso la película de Rodríguez, más allá de su indudable pulso para la acción y creación de tensión a través del montaje y una excelsa dirección de actores, es una obra sucia y amarga. Los personajes –protagonizan el siempre impecable Antonio de la Torre y Mario Casas– son torpes maquilladores de una España cuyo renacimiento aún sigue en entredicho y en la que la represión no tiene bando.

La isla mínima, de hecho, ahonda en ello retrocediendo varios años para adentrarse en la Andalucía rural de principios de los ochenta, democráticamente virgen pero muy versada en la imposición y el caciquismo. Rodríguez, por un lado, explota al máximo su sentido estético con un impresionante alarde de pulso narrativo, tensión y generación de atmósferas gracias a un sonido y fotografía desoladores y bellos, comparados a menudo con la glorificada True Detective. Por el otro, el guion del mismo director y Rafael Cobos se antoja milimétrico y, aún más que Grupo 7, permite al espectador atento entender buena parte de la historia reciente del país. Un crimen por resolver, base de todo cuento policíaco, sirve como diáfana ilustración del siglo XX español, dilatado limbo que se sustenta en la no depuración. El verdugo es conocido, pero la condición por la paz es el silencio. La isla mínima es ese silencio anquilosado, insano, que reina a pesar de todo protegiendo a quien supuestamente ha perdido el cetro. Y ahí está la clave. Pura presunción; con cetro o sin él, el poder persiste, y con él la impunidad. Así, Rodríguez recorre con maestría al lenguaje implícito para acusar a los mismos que Orwell describía con lenguaje explícito: cerdos y perros que, después de cuarenta años de dictadura, se visten de seda y sonríen.

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