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La serie "Making a Murderer" That's Correct: La indolencia del mal
Netflix, la cada vez más poderosa cadena de visionado streaming –que recientemente anunció su expansión a 131 países-, ha generado la indignación generalizada de sus espectadores de todo el mundo con el reciente estreno de una nueva serie original documental sobre el caso de un prisionero injustamente encarcelado de por vida en EEUU.
Por Jorge Morales
Hasta este viernes 8 de enero, en el sitio change.org, una plataforma mundial de peticiones online de las más diversas especies (como buscar que un gobierno financie una investigación científica, que haya figuras femeninas en los billetes canadienses –moción promovida desde noviembre- o que los ciegos tengan derecho a ser jueces en España, triunfo conseguido en 2014), más de 360 mil personas habían firmado para pedir a Scott Walker, gobernador del Estado de Wisconsin, y al presidente norteamericano Barack Obama, la libertad de Steven Avery. ¿Quién es Steven Avery? Es un preso condenado a cadena perpetua por la muerte de Teresa Halbach, una fotógrafa asesinada en octubre de 2005 en Manitowock, una pequeña localidad norteña de EEUU. La abierta solicitud pública no fue hecha ni por un familiar o amigo de Avery ni por ninguno de sus antiguos abogados. El promotor de la iniciativa fue un espectador de Making a Murderer, una serie documental que, en 10 episodios de una hora, plantea –como lo insinúa su nombre (Fabricando un asesino)- una conspiración contra Steven Avery para culparlo del crimen. La serie se estrenó a fines de diciembre de 2015 en Netflix, y ha generado una enorme controversia en las redes sociales y la prensa internacional.
Laura Ricciardi y Moira Demos |
La tesis defendida por las realizadoras Laura Ricciardi y Moira Demos, es que Steven Avery fue inculpado falsamente justo cuando se estaba resolviendo una compensación millonaria a su favor que debería ser pagada por el condado y la policía de Manitowock (incluso con el patrimonio personal de los mismos funcionarios) por otra conspiración anterior: el intento de violación a Penny Beerntsen, una respetada vecina del pueblo, cargo por el que Avery fue injusta y maliciosamente condenado a 35 años de prisión, pero que gracias a una prueba de ADN, se descubrió su inocencia tras pasar 18 años preso.
Tras ser liberado, Avery gozó de tanta popularidad que incluso, contando con el apoyo de algunas autoridades políticas de la zona, estaba impulsando un cambio en la legislación para aumentar el monto de las indemnizaciones a víctimas inocentes de errores judiciales. Ley que, por cierto, llevaría su nombre. Es en ese preciso momento de su vida que Teresa Halbach desaparece tras ser vista por última vez en el gigantesco "cementerio" de automóviles de Steven Avery, negocio chatarrero del que él y su familia, padres y hermanos, usufructuaban para vivir. Halbach habría ido el lugar para sacar fotografías para una revista de compra y venta de vehículos en la que colaboraba. Sin embargo, tras visitar la propiedad, se pierde la pista de Halbach y la policía de Manitowock –según sugiere la serie- habría aprovechado la oportunidad para responsabilizar a Avery.
El sistema judicial norteamericano ha sido históricamente blanco de críticas por la parcialidad y fragilidad de sus jurados. Como se sabe, los jurados son un grupo de ciudadanos comunes y corrientes escogidos al azar (refrendados o rechazados luego por los abogados de ambas partes), que más allá de la teórica presunción de inocencia con que deben juzgar, muchas veces toman decisiones sobre la base de sus propios intereses y subjetividades. Aparte de ser sometidos a pruebas recabadas y expuestas también con esos mismos sesgos y manipulaciones (sobre todo en pueblos pequeños donde todos se conocen), están expuestos, en casos de esta magnitud, a un bombardeo mediático que inevitablemente suele inclinar la balanza para culpabilizar al sospechoso. El clasismo, la desidia, la antipatía, la animadversión o simplemente la ignorancia del debido proceso pueden ser determinantes para la deliberación como se apreciaba en 12 hombres en pugna (1957), el crítico film clásico de Sidney Lumet, y el ejemplo más ilustrativo sobre la vulnerabilidad del sistema penal norteamericano.
Steven Avery |
Sin embargo, aunque la serie no busca responsabilizar o sugerir la complicidad del jurado en la conspiración, exhibe rigurosamente las mismas pruebas sobre las que ellos fallaron, pruebas recogidas bajo controles poco precisos, extremando los límites de la ley (o rompiéndola) o derechamente plantando evidencias falsas en la supuesta escena del crimen. Aparte de circunstancias del todo ilógicas en el armado estructural del caso, de piezas probatorias que desafían el sentido común, los testimonios en el juicio se balancean entre la contención, el cinismo y la arrogancia. Ninguno de los involucrados se ve crispado o particularmente nervioso cuando los abogados defensores los enfrentan a sus negligencias, contradicciones o insinúan su participación en alguna ilicitud. Hay un insoportable "caradurismo" generalizado. Detrás de cada "That's correct" como respuesta, hay un reconocimiento implícito de lo viciado de la investigación y una completa indiferencia frente a sus efectos.
La consternación de ver cómo se construye deliberada y tranquilamente una injusticia, sin embargo, es menor a la perplejidad que produce el veredicto. Pese a la legítima opción de las realizadoras de tomar partido por Avery, resulta absurdo que –deliberadamente también- no den ningún indicio que genere una mínima sospecha sobre su culpabilidad y que pueda explicar en algo la ceguera del dictamen. Tampoco que aventuren la posibilidad de otro sospechoso u ofrezcan una teoría alternativa a la que entrega la fiscalía. El documental, sobre todo en su segmento final, se apoya en demasía en el desarrollo del litigio sin explorar en el caso más allá de lo que el juicio mismo tiene para ofrecer. Las realizadoras prefieren hacer propia la estrategia de los abogados de Avery para explicarlo todo, y con eso imposibilitan al documental ofrecer algún grado mayor de incertidumbre y escalofrío. La serie termina siendo la crónica de una condena anunciada y una denuncia dramática y feroz de la corrupción policíaca y judicial. No es poco, pero tras 10 años de producción, parecería razonable haber corrido algún riesgo para buscar y dar más respuestas.
Donde el documental encuentra su lado más sombrío, doloroso e inquietante, es en la historia del sobrino de Avery, Brendan Dassey, también condenado a cadena perpetua por el crimen de Teresa Halbach. Un chico de 16 años, introvertido, casi limítrofe y que, en otra irregularidad flagrante, es usado sin piedad por los investigadores del caso (insólitamente parte de su defensa) para que en la práctica Dassey se confiese como cómplice de la violación y homicidio de Halbach. En la declaración, que será pieza clave luego para su condena, hay detalles escalofriantes, que no tendrían ningún fundamento, sugeridos por los mismos interrogadores.
Brendan Dassey (derecha) durante su interrogatorio |
Observar las técnicas de abuso en el interrogatorio, y la confusión del chico hablando posteriormente por teléfono con su madre donde le dice que es "demasiado estúpido" para reparar el daño que se causó a sí mismo al confesar falsamente el crimen, son momentos estremecedores de un trabajo que mantiene cierta distancia afectiva con sus personajes (pese al compromiso con su causa).
Hasta cierto punto las documentalistas no están interesadas en el enorme drama familiar de los Avery (cuyos parentescos explican superficialmente), donde existen voces a favor y en contra de Steven, ni tampoco les interesa demasiado sondear en su personalidad que, frente a todas las adversidades, mantiene una serenidad a toda prueba. Hay en esa decisión una pérdida de la particularidad más íntima del sujeto, pero una apuesta por concentrarse en el individuo –inocente o culpable- siendo destruido por los engranajes de un sistema diseñado para perjudicarlo. Es El proceso: un tipo siendo arrastrado a un laberinto judicial donde no hay salida más que la condena. En ese sentido, Steven Avery es el candidato perfecto para ser pulverizado. Un tipo marginal que vive junto a toda su familia en un deshuesadero (un basurero, en otras palabras), sin relacionarse demasiado con los demás y, por lo tanto, susceptible permanente de sospecha. Basura blanca (White Trash) como dicen en EEUU.
El impacto de la serie no es tanto por el morbo del crimen de Teresa Halbach que, curiosamente, no aparece aclarado en absoluto. Su impacto es por la fragilidad generalizada de las pruebas que sustentan la condena de Steven Avery. O son insolventes por su naturaleza o están pervertidas por la forma en que fueron obtenidas o han sido falsificadas. Y en cualquier caso, son todas discutibles. La estructura de la serie es una suerte de acumulación de fechorías que van armando un cuadro conspirativo que no responde a un plan perfectamente organizado sino de lealtades mal entendidas que van escalando y sumándose. Y en ese sentido, tanto la longitud de la serie, como el modelo de Netflix (que permite ver la serie completa de una sola vez), favorecen que se entienda la magnitud y unidad de la trasgresión. Porque cada capítulo no es que vaya aclarando el caso, va simplemente sumando nuevas irregularidades y más rabia e impotencia.
Making a Murderer tiene con una cantidad impresionante de material de las sesiones del juicio, de los interrogatorios policíacos a testigos y acusados, de videos de los allanamientos a la propiedad de Avery, de llamadas telefónicas, etc. Sorprendentemente todas esas piezas sonoras y audiovisuales son registros públicos a libre disposición en Wisconsin, lo que permitió que las dudosas actuaciones de la policía no fueran elucubraciones o conjeturas fantásticas de las realizadores sino los sonidos e imágenes de un complot fruto de la venganza y el prejuicio digitado fríamente frente a las cámaras.
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