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Galaz y "El chacotero sentimental'' Papá salió en viaje de negocios

Cuando ya pensábamos que íbamos a quedar huérfanos en el cine chileno, apareció Cristián Galaz, un director que rompió barreras que parecían infranqueables, convirtiéndose por derecho propio en nuestro obligado papi.

Por Jorge Morales

Hace unos años escribí un artículo señalando la ausencia de un padre en nuestro cine, una personalidad magnética que sentara las bases de un camino por el cual el cine en Chile pudiera transitar, un modelo al cual arrimarse para saber por dónde partir, para empezar de una vez por todas la historia del cine chileno como Dios manda. Esta figura motivaría vocaciones cinematográficas, haría un remezón de tal magnitud que el cine nacional sería visto por fin como un arte con todas las de la ley e iluminaría con tanta intensidad que no quedaría otra cosa que sobrevivir a la sombra de su brillo .

Pero la realidad se ha encargado de enrostrarnos que no es necesario que nuestro padre sea un genio, sino que haga una marca indeleble que lo haga diferenciarse radicalmente del resto. Por eso nuestro progenitor no es el esperado. Es probable que ningún cinéfilo haya quedado tan cautivado con su obra que sufra ataques de ansiedad por ver su siguiente película. Y es más que probable que no exista tesis universitaria alguna sobre su particular corpus cinematográfico, ni existan estudiantes de cine que quieren emularlo. Porque nuestro referente no tiene ni la perfección maníaca de un Kubrick, ni es un artista intuitivo como Welles y está lejos –muy lejos- de ser un director con tanta fuerza visual como Hitchcock. Pero como éste último lo que sí tiene es un notable olfato comercial. Y eso en un medio como el nuestro, no cabe duda que es un tremendo mérito.

Cristián Galaz dirigió la película más vista del cine chileno: El chacotero sentimental (1999). Superó a Ayúdeme usted compadre (Germán Becker, 1968), un musical patriotero que ahora sin ningún récord a su haber podrá ser olvidado para siempre. Pero lo importante del Chacotero no es cuanta gente convocó, aunque esto tiene directa relación con lo que sí es verdaderamente importante. Galaz superó una prueba que pocos pueden contar: recuperó el costo de su primera película. Aún mejor: ganó dinero con ella. Y lo hizo en Chile, un país con un público con tradición de dar la espalda a su cine. ¿Por qué? Galaz tuvo la visión de explotar un fenómeno radial que a su vez explotaba algo que a los chilenos seduce y asusta: el sexo. Para comprobarlo bastaría mirar los exitosos índices de audiencia de cualquier programa de televisión referido –por ejemplo- a la prostitución. No tenemos que escudriñar mucho para saber que el espectador promedio de esos reportajes no forma parte de la población que va a putas , ni pertenece a la comunidad de buenos ciudadanos que consideran este material educativo. La mayoría es gente normal, cínica y amable, con una aguda e insatisfecha curiosidad morbosa. Ese mismo público objetivo es el que se deleitaba a diario con las historias de infidelidad, promiscuidad e incesto del consultorio sentimental y sería el mismo público que repletaría –sin lugar a dudas- las salas de cine para verlas retratadas. Porque no era difícil predecir el éxito de esta película. Lo que nadie podía dimensionar era la magnitud de ese éxito, porque El chacotero proyectó de manera simétrica la popularidad del espacio homónimo al cine. Galaz y sus acólitos supieron encontrar un nicho atractivo para el público, nicho que a la postre salpicó a todo el cine que se realizó posteriormente. Porque aunque nuestra pornografía todavía esté en pañales y no tengamos películas realmente eróticas, estamos plagados de sexo, rodeados de metrajes y metrajes de celuloide de historias sobre deseos insatisfechos y topless a destajo.

Cuesta creerlo, pero en los últimos años no hay casi ningún filme chileno que se salve de un par de senos en medio de la pantalla. El ejemplo más gráfico es La vida es una lotería , la serie de telefilmes de TVN sobre ganadores de juegos de azar, donde no hubo capítulo que ese plano no se repitiera, ni casi otro tema argumental que no haya sido el deseo (y no el dinero, curiosamente). Alguien se preguntará que qué tiene de malo tener el deseo como la materia prima de nuestros argumentos. Nada. No tiene nada de malo. Al revés, es un temazo. Sin embargo, ningún filme lo ha tratado con la profundidad que el tema merecía. No hay ninguna película que lo aborde –o lo intente al menos- como en No amarás de Kieslowski (1988), por señalar una cumbre. Para el cine chileno el deseo es sólo un condimento picaresco que se resume en un par de planos: la mirada de un viejo crápula seguido de la toma de una colegiala. Porque hasta ahora nuestro cine ha sido tan troglodita y voyerista como los personajes que muestra en pantalla. El "estudio" del deseo en el cine chileno no es más que una simplificación revitalizada del efecto Kulechov, donde el plano de la chica puede ser reemplazado sin problemas por el de un plato de porotos. Sin querer menospreciar por anticipado la calidad del filme Los debutantes de Andrés Waissbluth (con estreno fechado para el 2003), la participación de la llamada geisha chilena en la película, supone una odiosa estrategia de marketing que busca conquistar al público con Anita Alvarado practicando sexo oral. Esta búsqueda comercial, esta falta de sutileza, puede ser la impronta que impuso el Chacotero , como bien reseñara Jorge Letelier en otro artículo de Mabuse .

 Sangre eterna

Pero no nos malentendamos. Esta no es una campaña para que las señoritas se pongan sostén. Simplemente es constatar que el cine chileno, pese a superar en su mayoría sus problemas técnicos, tiene una inmadurez perenne en sus historias que parecieran hechas sólo para conquistar al espectador, sin el más mínimo interés en desnudar el alma de un autor. El fracaso económico, de crítica, de público, el fracaso total que determinó que muchos directores terminaran con riesgo de perder hasta su camisa con ese cine soporífero de pretensiones autorales de los ochenta, tiene su contrapunto hoy con este cine chacotero que busca la identificación del espectador en escenarios postales de un mundo popular "reconocible" que triunfa cómodamente en las multisalas de gaseosas y cabritas. Pero si uno piensa en un director taquillero y con un ojo en las masas como Steven Spielberg, por ejemplo, sabe que al margen de que haga superproducciones sobre alienígenas cabezones, dinosaurios devoradores de hombres o policías futuristas en busca de su identidad, es un realizador con una visión de mundo. Auténticamente, el único director chileno en Chile (la excepción va por Raúl Ruiz) con un universo propio y personal, es Silvio Caiozzi. Con una filmografía coherente, anclada en el bosquejo de una aristocracia en decadencia, tiene lamentablemente un pecado mayor: ser un cine frío y desapasionado, que apenas seduce al público adulto al que está dirigido.

Convengamos: el cine chileno tiene vocación –por economía y por idioma- para ser independiente. Pero no parece haber más que directores que rastrean historias comercialmente explotables. No quiero decir con ello que no haya una búsqueda de parte de nuestros realizadores. Se intenta decir cosas, pero aún tenemos un cine demasiado plano, sin matices , más interesado en la señalada recreación costumbrista que en el conflicto dramático. Sorprende, por citar un ejemplo reciente, que el debut de la joven cineasta argentina Paula Hernández, Herencia (2001), siendo una película menor, con el pulso todavía tambaleante y con una puesta en escena muy simple, tenga más cuerpo, ideas y humanidad que todas las comedias hechas en Chile. ¿Razones? Las historias tienen demasiada prisa. Quieren llegar cuanto antes al punto central de su desarrollo. Taxi para 3 (Orlando Lübbert, 2001) , por ejemplo, se supone –en el papel- que es un viaje al infierno del protagonista que se convierte en ladrón contra su voluntad, hasta que le termina gustando. Sin embargo, no pasan ni 24 horas hasta que el taxista cede a sus ocultos deseos de cruzar la línea . Eso no es lo que se llama "un viaje". De ahí el filme se pierde en devaneos argumentales hasta llegar a un final inteligente, pero pegoteado a la fuerza para dar coherencia a su debilidad estructural. Claro, se argumentará que Taxi para 3 ganó el Festival de San Sebastián: nada mejor que una estatuilla para tapar la boca. Pero ni hablar, los defectos de Taxi para 3 son indesmentibles, desde los técnicos (unos penosos desenfoques) hasta los narrativos, como la caricatura al mundo de los evangélico s , digna de sketch escolar. No es raro que la crítica española –a la que no se puede acusar de tener mala leche - haya visto con tanta claridad las pobrezas del filme y se haya escandalizado de que el jurado –presidido por el prestigioso cineasta francés Claude Chabrol- le otorgara la bendita concha. Lo único que puede concluirse es que hasta los monstruos pueden equivocarse.

En resumen, por motivos económicos o genuino interés antropológico, los cineastas nacionales parecen enquistados en tramas sobre el mundo popular, llegándose a la paradoja de que en menos de un año se produjeran dos filmes con el mismo leit motiv argumental, el cine molusco: Negocio redondo (Ricardo Carrasco, 2002) y La Fiebre del loco (Andrés Wood, 2001)]. Lo más llamativo es que no haya películas chilenas que traten, por ejemplo, de la miserias emocionales de la pequeña burguesía. Llamativo, porque la mayoría de nuestros realizadores pertenece a ese estrato social. Pensemos en la literatura: Lemebel escribe sobre el mundo homosexual y Hernán Rivera Letelier sobre la pampa nortina. Mundos que conocen bien, de los cuales no sólo tienen anécdotas que contar, sino un paisaje emocional que rescatar . Naturalmente, esto no debe entenderse como un límite a la imaginación. Hasta un robot, como en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), puede despertar emociones e interrogantes sobre la condición humana. Pero, ¿no podría encontrarse mas consistencia y hondura si los realizadores chilenos intentaran mostrar el mundo que mejor conocen? No se trata de empezar a hacer películas autoreferentes como esos insoportables cortos de escuela que buscan interiorizarse en las entelequias "artísticas" de nuestros cineastas en ciernes ( cuestión que no le interesa a nadie). Pero ya sería hora de empezar a privilegiar miradas e historias que escenarios. De hecho la obra chilena más lograda de los últimos años transcurre en Suecia. Bastardos en el paraíso (Luis Vera, 2000) tiene una estatura insuperable en aciertos emocionales y reflexivos sobre el exilio. Un tipo de exilio, por cierto, muy alejado del red set , lo que demuestra que se puede hablar del mundo popular sin hacer caricaturas. Bastardos es una película hecha con desgarro y con pasión, donde Luis Vera perfila una galería de personajes inéditos y entrañables en el cine chileno, como el europeo comprometido, la madre "analfabeta", el padre quebrado y autocompasivo, y el hijo rabioso tironeado entre dos mundos. No es una casualidad que esta película tenga como telón de fondo el supuestamente trillado tema de la dictadura. Porque hasta ahora todavía se siente la falta de un filme definitivo sobre el régimen militar, el de un gran fresco que nos parta el alma.

 La fiebre del loco

Pero volvamos a Galaz y al Chacotero . Si me he atrevido a nominar a Galaz como el padre del cine chileno, aplaudiendo su estupendo manejo financiero, demostrando que el cine podía ser rentable y un buen negocio, desestimo –como ya se habrá percatado el lector- su discreta ópera prima. El chacotero sentimental es una película modesta, conformada por tres cortos de facturas dispares, pero ninguno de alto vuelo. Tiene probablemente una de los direcciones artísticas más feas de las que se tenga memoria, un obtuso trabajo de cámara –particularmente en la historia del incesto- donde se cree que para mostrar crudeza hay que abusar de los primeros planos y los gran angulares, y un casting más que cuestionable (Mateo Iribarren... ¿padre de Patricia Rivadeneira?). Se abusa del chiste grueso (parece increíble, pero todavía el garabato puede ser una forma de humor) y se toman licencias argumentales insólitas, como el "comercial" de condones en medio de la historia del "patas negras"... Pero, vamos, la película conquistó a un millón de compatriotas y es por eso que hay que ponerse de pie, abrazar a Galaz y darle un regalo el día del padre. Sin embargo, después de este acto de contrición y reconocimiento, debemos, en un freudiano gesto de independencia, asesinarle sin piedad. Lo que Galaz mostró es una alternativa que permite soñar que el cine chileno puede "industrializarse" (así entre comillas). Nada indica, sin embargo, que sus parámetros estéticos y narrativos sean los correctos. Por eso, lo más sano, es desde inmediato comenzar a diferenciarse y hacer un cine que tenga al Chacotero como referente... para reinventarlo por completo.

¿Qué viene? Por un lado, una camada de cineastas jóvenes que se consolidan como Boris Quercia (Sexo con amor, 2003), Nicolás Acuña (Paraíso B , 2002) y Jorge Olguín, que con Sangre Eterna (2002), la primera cinta chilena de vampiros, continúa su particular cruzada de horror. A diferencia de Angel Negro (2000), este filme tiene una impecable factura, pese a que los tan comentados efectos especiales están filmados con cierta impericia y el estupendo trabajo de maquillaje no asusta, convirtiéndose en una suerte de catálogo de las posibilidades del make-up. Porque lo más "terrorífico" de Sangre Eterna es la debilidad de los diálogos y del guión, yerros que Olguín ya mostraba en Angel Negro . Sin embargo, más allá de la calidad de su último largometraje, Olguín es un director apasionado que de meditar mejor sobre su siguiente película, todavía puede asombrarnos .

Por otro lado, tenemos una serie de realizadores aún sin estrenarse. Algunos casi púberes y sobrevalorados prematuramente como Nicolás López. Con una capacidad ejecutiva envidiable (demostrada con su productora Sobras.com), pero sin ser un cineasta en realidad, a López se le ha hecho campaña de tal, invitándolo a foros como un consagrado y elogiándolo en artículos muy cercanos al culto a la personalidad (como ese vergonzoso texto de Carlos Flores en la revista The End donde –dice textual- quiere averiguar "¿qué hace, qué habla, con quién?", en una sección donde el cronista-director ha hecho perfiles sobre Costa-Gavras y Raúl Ruiz). Estos noveles cineastas bien pueden darnos una grata sorpresa como un buen susto, ya que suele confundirse la renovación con hacer rarezas inentendibles, con poner más culos y tetas al aire, con saturar la pantalla de sangre y balas. Pero lo que nos falta es emocionar más, hacer filmes que nos abran los ojos, que nos rompan el corazón. Hacer un cine que aspire a conmover y no a impresionar.

Publicado el 2002

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