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El árbol de la memoria El dominio
perdido

Parte del Ciclo de Cine de Raúl Ruiz que se realizó en Cine Hoyts en octubre de 2005

Por Jorge Morales

"No hay casa, ni padres, ni amor: sólo hay compañeros de juego". La frase es un verso del poema Los dominios perdidos de Jorge Teillier, presente en la antología del mismo nombre. Es curioso, pese a que desde hace muchos años soy fanático de Teillier, no había asociado el nombre de la película de Ruiz con el poema ni con la antología hasta que uno de los personajes dice exactamente esa misma frase. Así que apenas llegué a mi casa busqué el libro y descubrí que el verso en realidad pertenece a la novela El gran Meaulnes de Alain Fournier, pero Teillier lo cita en su poesía, que es un homenaje al autor. En la película, El gran Meaulnes es el libro favorito de Max Miranda, un piloto chileno que está en Londres durante la segunda guerra mundial como instructor aéreo de la aviación inglesa, y le toca como tarea enseñar a Antoine, un piloto francés algo mayor que no sabe manejar las nuevas naves. Max conoció de niño a Antoine cuando éste aterrizó en una pista cercana a su casa en un campo del sur de Chile.

El día de la boda y El dominio perdido fueron los nombres que manejó Fournier antes de nombrar su novela con el título definitivo de El gran Meaulnes. El texto relata la historia de un adolescente grandulón, admirado por sus compañeros de escuela, que un día se pierde en el campo y se topa con una casona donde se desarrolla una extraña boda y donde conoce a Ivonne de Galais, una bellísima joven de la que se enamora de inmediato. Después de regresar a casa, Meaulnes piensa reencontrarse con la chica, pero le resulta imposible hallar el lugar donde estuvo. Así el misterioso sitio va adquiriendo proporciones míticas e instalándose en su imaginario como un paraíso perdido, "ese paraíso perdido que confusamente el hombre sabe que estuvo alguna vez en la Tierra, y cuya última muestra sería la infancia. Es ese 'país sin nombre' que quieren construir las utopías" como dice Teillier en un artículo sobre El gran Meaulnes.

Aunque las imágenes de las últimas cintas de Ruiz superan en delirio las serenas 'imágenes' de Jorge Teillier, ambas están llenas de melancolía y nostalgia por un mundo que desaparece. Pero ese mundo, que no es otro que la infancia (y la provincia también para Teillier), no es imposible de recuperar porque sobrevive en los recuerdos y en los sueños. "Todos nos reuniremos bajo la solemne y aburrida mirada de personas que nunca han existido, y nos saludaremos sonriendo apenas pues todavía creeremos estar vivos", dice Teillier en su poema Edad de oro. El tiempo y la muerte, barreras que parecen infranqueables no existen para Ruiz donde los personajes deambulan de una época en otra, donde los vivos 'conviven' con los muertos. Antoine dice que la vida que cuenta Fournier en la novela es la suya, pero el problema es que el autor escribió la novela antes de que él naciera. Cuando Max lo enfrenta a ese dato, Antoine simplemente asume que Fournier conocía su vida antes que él, como si la novela fuese una guía secreta que "organizara" su existencia. En ese tránsito, en esa connivencia de espacios temporales, esos universos paralelos que se entrecruzan (que recuerda el cuento La trama celeste de Bioy Casares, también la historia de un aviador) y que Ruiz maneja con tanto ingenio, está la clave de su cine. Un cosmos sin fronteras, un relato sin límites donde el sueño y la realidad se mezclan hasta confundirse, perdiendo su carácter rupturista porque se transforman en un lenguaje, en la forma que tiene Ruiz para comunicarse. Es decir, Ruiz es un vanguardista, pero su estética y narrativa se ha convertido en un método con códigos relativamente establecidos. Un sistema propio, único y personal, aún críptico y complejo, pero totalmente reconocible. Vuelvo a Teillier que parece definiera el cine de Ruiz en este verso dedicado al pintor Marc Chagall: "Pero el asunto es que las cosas sueñen con nosotros, y al final no se sepa si somos nosotros quienes soñamos con el poeta que sueña este paisaje, o es el paisaje que sueña con nosotros y el poeta y el pintor".

Los continuos saltos temporales de El dominio perdido no son fáciles de seguir. Y es que como contaba Ruiz en una entrevista a José Román en 1986 en la revista Enfoque –a propósito de la aseveración de Wim Wenders de que ya no era posible contar una historia- él replicaba que "una tal vez no, pero dos sí… y a partir de ahí muchas más". Una narración a la que Ruiz relaciona con una vieja 'técnica' chilena de hacer las cosas, una falla que se convirtió en virtud: "Es un defecto muy chileno decir: Voy a hacer esto y después No, mejor que no. Pero dejar a medio camino también puede ser una forma de hacer las cosas". Como la definición que dio alguna vez de que sus películas nacían de esos programas rotativos en que empezabas viendo un filme, te dormías, y despertabas en otro. Y claro, Ruiz en El dominio perdido despliega una variedad de relatos de distintas épocas que se superponen, se citan y se enredan. Uno en el Londres de los 40, otro en el sur de Chile de los 30 (donde inserta una 'ensoñación' –pese a que la expresión no se ajuste mucho a Ruiz porque al final todo es onírico- de una marcha de familias obreras saliendo de las salitreras en el 1900, minas que por cierto estaban en el norte), en el golpe del 73 y en los años 2000. Tienen como puntos en común algunos personajes, pero saltan de un momento a otro, sin un orden claro, en una estructura en abismo que recuerda a El manuscrito encontrado en Zaragoza donde todos cuentan las historias de otros y suman y siguen.

Al igual que en El gran Meaulnes donde hay una relación de amistad y admiración entre Meaulnes y François Seruel, narrador de la novela, acá existe el mismo aprecio de Max sobre Antoine, y son sobretodo los recuerdos de Max los que arman la historia. Esa amistad se torna entrañable y hace justicia a la cita con la que comencé este texto. Pero no es la amistad como concepto sino como evocación de un pasado mejor y como el clásico juego del doble. Cuando Max enseña a Antoine a volar las nuevas aeronaves -después de que fue Antoine el que lo inspiró a ser piloto cuando era niño- Antoine se convierte en la extensión de Max quien no tiene permiso de volar en territorio europeo. Como en Días de campo cuando una foto evoca y redescubre una antigua amistad (en el 'paraíso perdido de la infancia', en ese territorio atemporal que es la memoria) entre Don Federico y Daniel Rubio, el hijo de Paulita, delatando al mismo tiempo un cambio de roles ya que Don Federico es mucho más hijo de Paulita que Daniel Rubio.

Curiosamente, en El gran Meaulnes no hay historias de pilotos ni aviones. Por lo que resulta una coincidencia asombrosa, una bella sincronía o una premeditada idea ruiziana que la película relacione El gran Meaulnes con una historia de aviadores, si se toma en cuenta que Fournier quería que la publicación de su novela coincidiera con el primer viaje en aeroplano para cruzar el canal de la Mancha del piloto Louis Blériot. Para Fournier existía un paralelo entre ambas obras. "La máquina no explica todo" decía el escritor francés "es un pretexto que se da el espíritu para pasar de una concepción a otra: de la concepción de un mundo donde se puede volar a aquella de un mundo en donde se vuela". Ruiz es ese pretexto en el cine; él es parte de un mundo donde se vuela. Como los niños colla que en la película juegan a la pelota en un partido interminable sin puntuación ni arcos ni equipos hasta que el balón se eleva convirtiéndose en la luna, Ruiz juega sin reglas hasta que su cine comienza a levitar.

Lo francamente emocionante que tiene Ruiz, es que a diferencia de la gran mayoría de los cineastas chilenos, pese haber hecho casi toda su filmografía en Francia, conoce intensamente nuestra cultura en el más amplio sentido de la palabra. Por eso no es azar que estemos tan bien bosquejados en esa obra maestra que es Días de campo ni que la película esté basada en una olvidada y escolar novela costumbrista de un autor de la década del '20 ni que finalice con dos poemas de Romeo Murga, joven poeta de la misma época. Esa profunda asimilación, ese arraigo del que alguna vez escribió Teillier (quien por cierto recomendaba leer a Romeo Murga), ese mirar hacia dentro, de conocer nuestra historia con o sin mayúscula, es el mejor vehículo para encontrar en el cine chileno un espejo. Teillier aconsejaba a los jóvenes que dejaran de escribir poesía "que sean poetas, entonces la poesía llegará sola". En el cine de Ruiz la poesía corre con fluidez porque él es a fin de cuentas un poeta, un guardián del mito y la imagen hasta que lleguen tiempos mejores.

Le domaine perdu
Francia, 2004
Dirección y guión: Raúl Ruiz
Producción: Denis Carot
Fotografía: Ion Marinescu
Montaje: Valeria Sarmiento
Música: Jorge Arriagada
Elenco: Grégoire Colin, François Cluzet
106 min.

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