Por Carlos Salazar

Cada vez que un escritor se encuentra con un asesino, su obra sólo puede mejorar. Desde el biógrafo Beauchamp frente a la salvaje camada de "Imperdonables" asesinos en Big Whisky o el indefenso James Caan en Misery, que daría sus dos tobillos por no encontrarse otra vez con un fan, las plumas adquieren una sed de sangre que trasciende a la tinta. Porque el crimen es la pulsión máxima que contiene todas las emotividades posibles en el -por el contrario- limitado formalismo literario.

Raúl Ruiz es uno de esos mecenas del mal. Un hombre culto, dueño de un razonamiento cruel y profundidades intelectuales abisales que intimidan al gran público. No se puede ser chileno y hacer carrera en Francia, ahí debe haber gato encerrado, podría pensarse. Por eso el temor para asistir a una de sus películas, que no sin razón, prefieren esparcirse en lugares donde la exigencia es menor, en ciclos que congregan al resto de los furtivos sicópatas débiles por el influjo del autor de Puerto Montt. En Un lugar entre los vivos, basada en la novela homónima del francés Jean Pierre Gattegro, Ruiz repite esa mirada noir, marca de agua en Genealogías de un crimen y dibuja una historia refinada durante los años cincuenta para jugar con la plasticidad del contexto. Francia por entonces lucía la bohemia existencialista con los bombazos de activismo argelino como telón de fondo.

En medio de tal efervescencia, un escritor de novelillas pulp, se debate entre su talento, los críticos y su mediocre existencia hasta que un día es contactado por un afectado caballero. Él dice ser un asesino serial. Dice también ser un admirador de su estilo y que le pagará muy bien si escribe una relación copiosa y verdadera de sus andanzas parisinas de delirio y muerte. El escritor se llama Ernest Ripper y ha vivido evadiendo chistes sobre el parecido de su nombre con el del mítico destripador de Londres. El asesino Joseph, el homicida de rubias del distrito 18, es el único que valora las cuartillas de este escritor de romances horizontales. La obra de arte acá es el crimen y es a través de las descripciones de sus asesinatos que Joseph seduce a Ernest para que sea su biógrafo. Como estos casos indican, se trata casi siempre de un tinterillo incapaz de matar una mosca para quien la muerte siempre es un deleite negado salvo en la ficción. Nace en él una sed draconiana por garrapatear textos, secundado siempre de la imaginación ajena. De pronto no solo surgen dudas sobre la verosimilitud de los crímenes de Joseph, sino también insospechadas certezas del talento de Ernest cuando éste decide llevar el manuscrito a su editorial.

Entre la bruma, el puticlub, los callejones abandonados y las muertes, la mano del director hace el resto. La tensión, el crescendo asfixiante de la música de Charles Mingus como réquiem de las prostitutas rubias asesinadas vereda por medio convierte a Un lugar entre los vivos en un sesudo, pero entretenido suspense, donde la policía queda afuera. Una rareza que perfectamente podría encabezar el trasnoche de algún canal amigo, sobre todo esas largas noches de conserje donde ver una película de acción archirepetida exige la misma disposición para leer un libro completo o escuchar el sermón del cura.

Une place parmi les vivants
Francia, 2003
Dirección: Raúl Ruiz
Guión: Raúl Ruiz y Gilles Moris-Dumoulin
Producción: Denis Karvil y Pierre Roitfeld
Fotografía: Ion Marinescu
Montaje: Valeria Sarmiento
Música: Jorge Arriagada
Elenco: Christian Vadim, Valérie Kaprisky y Thierry Gibaut
103 minutos