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Ser quiltro en Cannes 2003 Crónicas caninas
Nuestra corresponsal viajera se asomó por Cannes para saber si el festival es lo que dicen. Con estupor comprobó que es eso y más. Mucho cine y también de lo otro, lo que es tanto o más importante que lo que sucede en la pantalla. Nos guste o no.
Por Pamela Biénzobas
Nueve de la noche del miércoles 21 de mayo. El festival ya lleva una semana, pero yo acabo de llegar, ya que otras obligaciones me habían retenido en París. Y aunque no fuera el caso, con los hoteles más baratos a casi 100 euros y una cama en un dormitorio mixto de albergue juvenil (léase: compartiendo litera y baño con media docena de mochileros) a 30 euros, estar presente durante el festival entero es todo un lujo para un periodista freelance de un país perdido de Sudamérica.
No, no es resentimiento lo que se trasluce en estas líneas, en ningún caso. Es, simplemente, un reflejo de la realidad canina (perdón, cannoise), que desde el primer momento se revela como un despiadado sistema de castas. Aquí, la calidad de la raza a la que perteneces está marcada inconfundiblemente según el color de la credencial que tiene que estar visible a todo momento, y que indica el orden de prioridad en la entrada a cualquier evento (función de prensa, conferencia, etc.).
Por supuesto, la mía es amarilla, lo que significa que tengo que llegar media hora antes para hacer la fila (aunque se trate de una película sin la menor relevancia de director, sección o procedencia) y, antes de entrar, dejar pasar primero a los de tarjeta rosada, luego a los de tarjeta azul y después ver si queda espacio.
Así, si se trata de la conferencia de prensa de Clint Eastwood, por dar un ejemplo real y concreto, quienes no exhiban una insignia rosa en el pecho deberán conformarse con un rincón frente a alguno de los televisores que retransmiten en directo el encuentro. Lo puede confirmar el editor de un suplemento mercurial que, pese a lucir el ya más digno color azul, debió compartir mi amarilla suerte y turnarse conmigo sujetando las grabadoras cerca de una pantalla.
Lecciones de elegancia
Pese a la jerarquía cromática, y como la mayoría de la prensa ya había visto la película en la mañana, pude conseguir una invitación para la última función de The Brown Bunny, la nueva película de Vincent Gallo. Es la presentación oficial, "de gala", en el Grand Théâtre Lumière, con la presencia del realizador y de Chloë Sevigny, su co-protagonista. Es decir: tenida de noche obligatoria.
Tipo nueve de la noche, estoy lista para partir del albergue, pero los mochileros australianos con que comparto habitación (y que, tras unos días en la ciudad, algo saben del funcionamiento canino) se niegan a dejarme salir con el horrible bolso café del festival, en la misma línea que el criticado afiche diseñado por Jenny Holzer. "¿Cómo ninguna mujer va a tener una carterita negra para prestarle?. ¡Vas a subir por la alfombra roja, frente a todas las cámaras!". Lo dudo: de seguro habrá una entrada separada, escondida, para los portadores de amarillo. De todos modos, cedo ante la insistencia y descubro que tenían razón, ya que para ver la película tengo que pasar por el ritual más absurdo, pero que es el verdadero motivo por el que el noventa por ciento del público va a entrar al teatro, después de haber pasado, probablemente, más tiempo arreglándose del que estarán dentro de la sala.
Todavía no hablo de cine. Lo siento, pero no soy yo. Es Cannes. Se puede escribir todo un libro sobre el evento sin aludir a las películas. Pero yo no estoy acá para subir por los benditos marches (nunca la palabra "escalones" se ha pronunciado con un tono tan religioso como en el contexto festivalero) cubiertos de tela roja, cosa que no volveré a hacer, sino por el cine. Tal vez me equivoqué de lugar...
La verdad sobre perros y gallos
Han circulado varias teorías acerca de qué quiso hacer Gallo con The Brown Bunny. Hay un consenso casi total acerca de lo interesante de Buffalo 66, su debut, lo que hace aún más viscerales las reacciones frente a este segundo título. La crítica mejor intencionada (o tal vez la más sagaz) ha preferido ver un desafío y una burla intencionada al festival en vez del ejercicio autocomplaciente y agotador que la mayoría descalificó tajantemente.
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| The Brown Bunny |
Lo cierto es que el indiscutiblemente talentoso guionista/director/director de fotografía/diseñador deproducción / músico / montajista / protagonista abusa de la paciencia y del interés del espectador. Y si tenemos una sala inmensa llena de gente que sólo está ahí porque la famosa alfombrita conducía al cine, la capacidad de atención promedio no sobrepasa la de un público de prekinder. Pero mientras muchos optaron ruidosamente por pararse e irse, otros prefirieron quedarse y expresar su malestar a Gallo y Sevigny… durante toda la función.
Gritos, aplausos sarcásticos cada cinco minutos, risotadas falsas. Por mi parte, si no estuviera ahí, estaría durmiendo profundamente luego del viaje. Entonces no puedo evitar pensar que si los demás están tan lateados pero igual se quedan a molestar, sólo hay dos opciones: o no tienen nada mejor que hacer en la vida, u odian demasiado a Vincent Gallo. Por un lado, el hombre todavía no es tan famoso como para despertar esas pasiones a nivel masivo. Por otro, veo a la gente que se instala toda la tarde con sillas, escaleras, cámaras y cuadernos a mirar a cuanto ser entra al teatro (incluyendo periodistas amarillos), o a los que desde las ocho de la mañana están al acecho de cualquier persona con credencial, preguntando si no les sobra una invitación a alguna cosa. La respuesta me queda tristemente clara.
Como podía esperarse, la función concluye con un abucheo embarazoso, especialmente porque al terminar la película es la imagen en vivo y en directo de Gallo y Sevigny, allá abajo en primera fila, la que llena la pantalla gigante. (Poco después me entero que la recepción de la película de Michael Haneke, Le Temps du Loup, no fue mucho mejor, y que ante los abucheos, los niños-actores terminaron llorando.) Me escabullo, casi tratando de arrancar de la idea que me persigue: esto es Cannes.
Cine…al fin
Los colegas con los que me voy encontrando me tranquilizan un poco: no fue tan grave llegar al final, ya que la selección, en la opinión general, ha sido espantosa y es poco lo que me he perdido. No siempre es así; este año parece especialmente pobre e incluso fome. Entre los consejos de unos y otros, me armo mi pequeña lista de prioridades para el domingo, cuando se repetirán todos los títulos de la selección. Me intriga particularmente Dogville, ya que si todos parecen estar de acuerdo en la mayoría de los casos, acerca de la película de de Lars von Trier sólo recibo opiniones extremas y opuestas.
Luego de comprobar que los encargados de prensa sólo existen para unos pocos medios de unos pocos países, y que todo esfuerzo por obtener una entrevista -ya no digo interesante sino simplemente una entrevista- sólo sirve para saber que lo intenté, no me queda mucho más que relajarme y, dentro de lo posible, disfrutar del cine. Logro apenas entrar a la función de Padre e Hijo, la nueva entrega de Alexander Sokurov (quienes estaban a tres puestos detrás de mí en la fila amarilla debieron dar media vuelta tras media hora al sol).
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| Dogville de Lars Von Trier |
Sé que no todos lo comparten, pero debo reconocer que es un placer, que sentarse y ver una obra como ésa permite sentir que sí, aunque sólo sea una pequeña proporción, acá también se trata de cine. Claro que al día siguiente descubriré con desazón que el placer está en verlo, no en escucharlo. Todo por esa primera escena. Todo por esas diferencias de mentalidad que la globalización hace parecer eliminadas pero que llevamos enraizadas como la marca indeleble de nuestra civilización.
La película retrata la relación entre un adolescente casi adulto y su padre, extremadamente joven, en un momento en que ambos empiezan a darse cuenta de que el mundo cerrado y dependiente que han construido es insostenible, y tienen que ser capaces de hacer su vida sin el otro. Cada cual encontró más o menos insólito lo físico de la relación (pensando en las discusiones con críticos de Europa, India, Hong Kong o América, más o menos acostumbrados al contacto corporal entre padre e hijo), pero nadie dudó en leer la escena de apertura desde un punto de vista al menos rayano en lo homo-erótico. Al tratarse de las primeras imágenes, determinan la forma de mirar la obra y dejan interrogantes que todos creyeron poder discutir productivamente con Sokurov durante la conferencia (a la que entré sin problema, en un reflejo de las prioridades de la prensa presente). Error.
Nosotros, pecadores
Nada podía escandalizar y horrorizar más al cineasta que una alusión similar, para quien sólo las mentes corrompidas de una sociedad en irreversible decadencia moral podrían ver algo tan inmundo. Quisiera pensar que la traducción simultánea no permitió a Sokurov entender bien las preguntas, ni transmitir sus ideas con claridad y matices. Quisiera, especialmente, haber reencontrado a un colega de Moscú para saber si realmente se trató de un choque de culturas o si la cosa era personal.
Lo concreto es que, durante una hora eterna, todas las respuestas terminaban en el mismo tema. Aunque nada tuviera que ver con la pregunta (y aunque ésta fuera dirigida a los actores, cosa que le daba lo mismo: él respondía), todo desembocaba en la maldad de Hollywood, en la perversión de los valores en el cine occidental, y en lo sucias que son las mentes de los periodistas que, sin juicio de valor, osaron aludir al eventual homo-erotismo de la película.
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| Uno que se enojó: Sokurov (al centro) |
"No traten de destruir el tejido de la película al traspasarlo de sus propios problemas y complejos," fue su llamado a la prensa. Yo le hago caso y, con la esperanza de que Padre e Hijo llegue a Chile, transmito su aviso a los espectadores: la primera escena es sólo un padre tranquilizando a su hijo que tiene una pesadilla. Cualquier otra lectura es producto de la pérdida de nuestra moral en las redes del cine estadounidense y europeo.
Como sea, la película es una delicada y emotiva obra que logra traspasar con sus imágenes las barreras entre las distintas sensibilidades. Fue, por lo demás, la elegida del jurado Fipresci entre la selección oficial.
Claro que después de una experiencia así no sabía qué esperar al día siguiente, con la conferencia del barroquísimo Peter Greenaway, luego de la presentación de The Tulse Luper Suitcases, Part I, The Moab Story, la primera parte de su proyecto más ambicioso a la fecha. Lo que encontré fue un carisma sin demagogia; un discurso de una claridad y simplicidad inimaginables, no obstante el interés y la densidad de las ideas, y un dinamismo que permitió pasar por todo tipo de temas de manera suave y fluida. Nuevamente, y aunque fuera por un rato, Cannes se disfrazó de verdadero encuentro en torno al cine.
A lo que venía
Por supuesto, mi visión es totalmente reducida, en primer lugar por el poco tiempo; en segundo lugar, porque no conocía el festival; tercero porque al parecer no fue la versión más inspirada y, finalmente, también por la segregación. (Si incluso al encontrar al secretario general de Fipresci, Klaus Eder, de pronto se quedó observándome fijamente y, tal vez para no ser malinterpretado, me dice "disculpa que mire así, pero es que ¡nunca había visto una credencial de ese color!. ¡¿Qué es eso?!".)
Al fin y al cabo, el Festival de Cannes también está formado por otras secciones y actividades. Y aunque entre lo poco que vi de Un Certain Regard y de la Quincena de los Realizadores era igualmente disparejo, me pude encontrar con buenas sorpresas, como la genial muestra de humor nórdico de Kitchen Stories, del noruego Bent Hamer, o el delirante cuento de hadas absurdo de Le Monde Vivant, de Eugène Green.
Llega la última jornada. Siguiendo las recomendaciones y mi curiosidad, me pongo al día precisamente con quienes resultarían premiados. A las ocho y media de la mañana parto con Elephant, quien en una trasgresión a las normas recibirá tanto la Palma de Oro como el premio a la Mejor Dirección. Luego de algunos extravíos, Gus Van Sant vuelve al buen camino gracias a este juego de perspectivas banales con que pone en escena una masacre inspirada en la matanza de Columbine.
A continuación es el momento de tomar partido con Dogville. Definitivamente, más allá de si Von Trier se cree un genio, es pesado o lo que sea, me parece que ahí hay una obra osada y, lo más importante, lograda, que propone una reflexión formal y moral dura e implacable.
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| El afiche de la edición 2003. |
Cambio radical de tono para la tercera cinta de la jornada, la turca Uzak, que terminará recibiendo el Gran Premio del Jurado y el de Mejor Actor ex aequo para sus dos protagonistas, uno de ellos fallecido recientemente. En su tercer título, el cineasta Nuri Bilge Ceylan hace gala de un conmovedor talento para transmitir emociones y atmósferas con un mínimo de palabras. Una mirada, un gesto cotidiano o el mismo ritmo de la película bastan para hacer compartir las cavilaciones de los personajes.
Termino la tarde con Invasiones Bárbaras, el film en que el canadiense Denys Arcand retoma los personajes de su gran éxito de los años 80, La Decadencia del Imperio Americano. El guión del propio Arcand (premiado unas horas después, al igual que su actriz Marie-Josée Croze) es capaz de integrar los temas más típicos (relación padre-hijo, miedo a la muerte, reflexiones filosóficas) con una cohesión admirable, emocionando sinceramente sin perder el sentido del humor punzante.
The end
El festival llega a su fin. Ni soñar con entrar a la ceremonia oficial de clausura. Hay una retransmisión en otro teatro, pero en verdad es más cómodo verla por un televisor. Pequeños discursos en su mayoría patéticos, con actrices hablando de la magia del cine con un candor infantil. También veo por televisor la conferencia de los ganadores, pensando que no habría hueco en la sala, pero se ve que está medio vacía. De todos modos, nadie dice nada demasiado interesante.
Sería todo. Decido ir a la fiesta de clausura, a la que tengo una entrada, para no decir que en cinco noches en el mítico Festival de Cannes nunca fui a una "soirée", aunque después de un rato vuelvo. Me puse al día con una dosis de buen cine, que es lo que vine a buscar; pude conversar e intercambiar visiones con colegas de todo el mundo, que es una de las gracias de un festival, e incluso vi la versión restaurada de A Sangre Fría, de Richard Brooks. Pero ya todo terminó y sólo quiero estar de regreso en París. El lunes llego muy temprano a la estación de trenes. Como en el final de una mala película gringa sobre el verano, luego de unos días de clima maravilloso y playas llenas de bañistas tomando el sol, apenas termina el festival la lluvia cae a cántaros sobre Cannes.
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