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En este primer reporte sobre el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, Andrés Nazarala analiza "Hierba", la última película del cineasta argentino favorito del Bafici: Raúl Perrone. Uno de los directores más apreciados/despreciados del cine trasandino, pero del que nadie puede negar un mérito: su independencia.

Por Andrés Nazarala desde Buenos Aires

Si seguimos refiriéndonos a BAFICI como un festival de cine independiente es en parte gracias a Raúl Perrone, quien ha participado en 14 de las 18 ediciones del certamen porteño. Anoche presentó Hierba, película que extiende las inquietudes formales que ha venido manifestando en el último tiempo, relacionadas principalmente con la recuperación de cierta esencia del cine sin recurrir a diálogos ni historias lineales concluyentes. Una exploración que ahora viene anclada a una norma autoimpuesta: recrear visualmente Le Déjeuner sur l'herbe (El almuerzo sobre la hierba), de Édouard Manet, con el fin de darle vida progresivamente.

Cabe mencionar la singularidad de esa obra en su contexto. Se exhibió en 1863 en Le Salon des refusés (Salón de los Rechazados), destinado a las obras que eran marginadas del Salón de París y gatilló una fuerte controversia, no sólo porque muestra a una joven desnuda frente a dos hombres completamente vestidos sino también por la técnica empleada por el artista. No hay aquí intenciones de realismo, la factura es desprolija y el fondo carece de profundidad de campo, lo que lleva a suponer que se trata de la recreación de un montaje hecho en un estudio. Manet estaba ciertamente probando una nueva forma de pintar por lo que probablemente podía lidiar con cuestionamientos artísticos pero no con las denuncias moralistas que cayeron sobre él. "El tema es solo un pretexto para pintar, mientras que para las masas solo existe el tema", lo defendió el escritor Émile Zola.

Aunque pareciera desentenderse de cualquier información sobre el cuadro para ejercer la libertad que se ha ganado como autor, Perrone sitúa a sus actores (o llamémosles "modelos") como probablemente lo hizo Manet en su estudio, es decir, poniéndolos contra un fondo pintado mientras simulan situaciones que, como señalaba Zola, son solo pretextos, en este caso para construir texturas de sueños, estudiar las formas y la luz, y potenciar todo eso con un diseño sonoro que funciona como un correlato.

A pesar de todo, Hierba no se desliga por completo de lo narrativo sino que, apelando a la ambigüedad y la intriga, multiplica las posibilidades argumentales. Digamos que cada persona puede llenar con contenido los diálogos mudos de sus personajes o darles sentido a las escenas. Perrone aspira a esa suerte de utopía mágica que alguna vez definió Raúl Ruiz: la capacidad de lograr que cada película genere una película interior que es distinta en cada espectador. Todas las versiones girarían aquí, sin embargo, en torno a un motivo expuesto como es el deseo. Los personajes parecen movidos por un fuego interior que, en el contexto de una naturaleza sin límites, parece un regreso a lo primitivo. En la selva de Perrone el placer de la carne convive con el éxtasis, la violencia, el delirio, la epifanía. Hay algo incorrecto en llevar a esa gente de alta sociedad al territorio de los instintos primarios.

Hierba algo nos dice además sobre el cine como arte de la representación. Perrone no esconde las costuras de sus operaciones ni evita los artificios en el proceso de darle vida a un cuadro. El montaje es evidente. A diferencia de un Dios, el creador fílmico solo puede aspirar a una imperfección que, en este caso, es pura poesía visual, naturaleza muerta, panteísmo de máquina. Una especie de bucolismo digital que el director corona con una canción que funciona como declaración de principios: "My Way", por el malogrado Sid Vicious, intervenida, deconstruida, desarmada porque sí. No hay duda de que Perrone hace las cosas a su manera.

 

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