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El inicio del festival de Valdivia partió con la esperada película del grupo Los Prisioneros, Miguel San Miguel, de Matías Cruz. Una versión descafeinada del más contestario grupo musical chileno.

Por Jorge Morales

En el rock chileno hay pocos grupos que hayan tenido tanta popularidad como Los Prisioneros. Su éxito fue tan grande, que grandes fueron sus peleas, separaciones, reconciliaciones y escándalos. Por eso es obvio que una película que intente contar su historia se va a topar con serias dificultades para hacer un relato que deje conforme a todo el mundo.

Desde el título, Miguel San Miguel, de Matías Cruz, parte con una idea que ya de por sí es cuestionable: que la historia se va a contar desde el punto de vista del baterista Miguel Tapia. Seguramente ninguno de nosotros sabe a ciencia cierta quién es quién, quién hizo qué, en los orígenes de Los Prisioneros. Lo que sí sabemos es que Miguel Tapia ocupó –en términos de imagen pública- un lugar secundario. Como casi todos los bateristas del mundo, Tapia se ubicaba –no sólo en los conciertos- en la parte de atrás del escenario. Sin embargo, ese lugar podría ser una tribuna privilegiada para entender cómo se articuló la formación de la banda, y de cómo se generó la figura mítica de… Jorge González. El vocalista, líder y creador de la mayoría de los temas, la presencia más trascendente de Los Prisioneros, fue Jorge González. No es un juicio de valor, es un hecho. Y la evidencia más concreta queda demostrada en el mismo soundtrack de la película que –por cuestiones de derecho de autor- incluye solo una canción del conjunto, ¿Quién mató a Marilyn?, escrita por Miguel Tapia.

Ese es el primero de varios yerros que comete la cinta: intentar hacernos creer que Miguel Tapia fue la fuerza motriz del grupo. Quizás sea efectivo, pero la "verdad" no interesa: hay que imprimir la leyenda. Por eso desconcierta ver que los integrantes de la banda más contestataria de nuestra historia musical sean unos chicos buenazos, inocentones y pusilánimes. La rabia y resentimiento que marcó la identidad y sello de Los Prisioneros, y en particular de Jorge González, no está. Incluso, en varios momentos del largometraje, es difícil identificar quién es González y quién Claudio Narea. No sólo por una cuestión de parecido físico, sino por qué no hay ninguna diferencia apreciable en sus personalidades.

Cruz hace un retrato tan cándido e inofensivo de Los Prisioneros que cuestiones mundanas las transforma en pequeñas "épicas" como el viaje a Providencia desde San Miguel a comprar discos, que además, es contradictorio con la esencia misma del discurso prisionero.

La inexplicable decisión de hacer el film en blanco y negro, una fotografía demasiado oscura que en varias tomas apenas se distingue las figuras del fondo (como en las numerosas escenas de la familia Tapia tomando once), y una edición rarísima con cortes rápidos y jump cuts (montaje con planos ligeramente distintos), suman para dar como resultado una cinta discreta que no está a la altura del mito que la inspiró.

Publicado en el suplemento KU del Diario Austral / Jueves 4 de octubre de 2012

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