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Sobre De jueves a domingo, de Domingo Sotomayor, parte de la Competencia Internacional

Por Jorge Morales

La primera escena de De jueves a domingo, de Dominga Sotomayor, ocurre de madrugada. Lucía (Santi Ahumada) duerme cuando su padre la saca de la cama y la mete a su automóvil –repleto de cosas para salir de viaje-, y luego habla con su mujer que murmura una frase que revela una fractura en la pareja. Es el anticipo de un conflicto que en principio los padres intentan ocultar a sus hijos, pero que Lucía –una preadolescente de 10 años- descifra rápidamente.

Anteayer en su debut en Valdivia, en el diálogo posterior a la exhibición con la directora presente en la sala, un espectador preguntó de qué se trataba la película, un poco desconcertado de que la cinta no tenga un nudo dramático convencional. Porque al margen de que el largometraje presente una crisis conyugal, eso importa menos que las percepciones que Lucía hace de ese quiebre, como del coqueteo que su mamá mantiene con un amigo que los acompaña en el viaje con su hijo. A Dominga Sotomayor le interesa mucho más cómo se mira y lo que se puede deducir de esa mirada que desentrañar el fondo de lo que se mira, de los orígenes de ese antagonismo.

Con un look premeditadamente envejecido (como una polaroid que ha perdido el color con el paso de los años), y una imprecisión de la época en que transcurre (viejas canciones y autos antiguos conviven con celulares y correos electrónicos) para que parezca un recuerdo impreciso e intangible, la cinta es una notable road movie melancólica sobre cómo siendo niños descubrimos los claroscuros de la vida. En ese sentido, resulta muy ilustrativa la marcada diferencia en la mirada de los dos chicos según sus edades y sexo. Mientras Manuel (el graciosísimo Emiliano Fierfeld, de 7 años, que se roba la película) está más preocupado de satisfacer sus caprichos y divertirse, Lucía está en el inicio de un período de ajuste, buscando una identidad y haciéndose valer como sujeto, como cuando en una conversación burdamente en clave que tiene el matrimonio sobre el robo de unas joyas, ella hace notar que sabe de quién están hablando. Sin embargo, ese proceso de apropiación y pertenencia, del "¿quién soy?" –especialmente retratado en una preciosa escena en que ella pletórica de felicidad conversa con dos jóvenes mochileras-, no termina de cristalizarse porque la inquieta mirada de Lucía es sólo contemplativa, nunca activa, excepto, cuando tímidamente se queda junto a su mamá y su amigo, para hacer patente su presencia como mudo testigo del derrumbe, de la desintegración de su familia.

Publicado en el suplemento KU del Diario Austral / Sábado 6 de octubre de 2012

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