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Se inició el festival de Cannes. Esta versión, que tiene una pequeña presencia hispanoparlante, viene cargada con una gran cantidad de films franceses comenzando por la película de apertura ("La Tête haute") que rompió una cierta tradición canina abriendo con una cinta grande de Hollywood y apostando, en cambio, con esta historia de corte social. (Foto: La Tête haute)

Por Pamela Biénzobas desde Cannes

No tenemos nada contra películas como Grace de Mónaco o El Gran Gatsby, pero teníamos ganas de tener buen cine para la apertura. Algo así trató de explicar un poco torpemente Thierry Frémaux en la conferencia de prensa del mes pasado, cuando justificó la sorprendente elección de La Tête haute ("con la cabeza en alto"), de Emmanuelle Bercot, para abrir el Festival de Cannes. Es cierto que ese espacio suele estar reservado para películas-espectáculo, a menudo aportadas por los grandes estudios de Hollywood. Esta vez, en cambio, se trataría de un trabajo dentro de la "línea editorial" anunciada explícitamente para la Selección Oficial. El delegado general (o director artístico) avisó que en 2015 el festival francés estaría marcado por temas sociales y medioambientales. Y la nueva película de Bercot (Ella se vaBackstage...) ciertamente hace suyo el primer adjetivo.

La fuerza del cine de la realizadora y actriz francesa es que lo que cuenta es una base, más o menos interesante, para su manera de contar. Bercot sabe crear ambientes, tensiones, articular planos para decirlo todo con las imágenes y su relación con el sonido. La escena de apertura de La Tête haute es, en ese sentido, magnífica. Y en general la primera hora es de un excelente nivel, pese a su opción por ir anunciando todo el drama. Desde esas imágenes iniciales del protagonista observando y escuchando, con unos seis años apenas, a la jueza de menores y a su madre discutiendo, todo está esbozado: el niño inocente es calificado de pequeño monstruo por una joven madre negligente incapaz de cuidarlo. Y en un monstruo asocial se convertirá. El discurso es esquemático, y los clichés sociológicos y también sociales (la acción transcurre en Dunkerque, en el desfavorecido norte de Francia) se asumen sin complejos.

La Tête haute

Es por eso que cuando, hacia la mitad de la película, el contenido y la historia acaban primando, La Tête haute comienza a decaer. Si todo se ve venir, y además la historia misma tiene que ver con la reiteración (pese a todas las oportunidades que se le dan, el pequeño delincuente recae y recae), el interés se va fundiendo y diluyendo. Y ese contenido, cada vez más central y ya no simple base, se presta a cuestionamiento. Según la película, ¿el sistema es una porquería o al contrario es la salvación, la garantía de que la sociedad no abandona a nadie? ¿No estará alternando reductoramente entre determinismo y angelismo? Y, por cierto, esa música bien insistente, que en un momento podía sentirse irónica, ¿no se rinde demasiado fácilmente al sentimentalismo?

Una fortaleza de la película que no decae, y por lo tanto ayuda a sostenerla hasta el final, es el tremendo elenco que da cuerpo y alma a los personajes más allá de las deslices del guión y del ritmo (y por momentos incluso incoherencia de casting, particularmente en términos de edades). La revelación es sin duda el protagonista Rod Paradot, que tiene que encarnar, con su mirada y piel y sus gestos, toda la complejidad del frágil e iracundo Malony. Sara Forestier, cuyo personaje de joven madre incapaz recuerda a la protagonista titular de Suzanne (de Katell Quillévéré, más sutil), no hace más que confirmar su capacidad de dar vida a cualquier rol, más allá de las simplificaciones de la construcción. Y Catherine Deneuve, a quien Bercot ya había instalado en un papel totalmente fuera de su esfera clásica en Ella se va, dota a la jueza, y a toda la película, de una humanidad y compasión palpables e intensas, pese a las reducciones del discurso.

La Tête haute ciertamente marca una ruptura como película inaugural, sentando un tono muy poco glamoroso a un festival que, no obstante, se viene lleno de estrellas, sobre todo en su Competición oficial. En ese sentido, pese a sus fallas (que claramente arruinan el resultado global), es una curiosa declaración de principios que reclama para Cannes un lugar central en la reflexión cinematográfica sobre el estado del mundo (rol que suelen asumir los festivales temáticos). Y aunque de seguro el resto se olvidará, esos primeros momentos de La Tête haute justifican la apuesta. No es la película de apertura, sino la secuencia de apertura, que da por iniciado el festival de este año con buen cine de corte social.

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