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Dos de nuestros redactores fueron invitados al Festival de Cine de Tesalónica en Grecia que pese a la profunda crisis política que vive ese país –y que en ese minuto (noviembre) parecía estar en un punto álgido de no retorno- trato de mantenerse en pie, evitando a toda costa que los participantes sintieran la crisis por dentro. Según se aprecia a través del texto y de la opinión del director del Festival, Dimitri Eipides (en algunos comentarios hechos para Mabuse sobre el presente y el futuro del certamen, incluidos en este texto), el objetivo se cumplió plenamente. Un recorrido por el cine exhibido en Tesalónica, escrito a dos manos, en la cuna de la civilización occidental al borde de la bancarrota.
(Foto: Without)

Por Pamela Biénzobas y Joel Poblete

Mientras en el extranjero en los últimos meses Grecia ha sido sinónimo de "crisis", en el norte del país, el equipo dirigido por Dimitri Eipides montó en noviembre pasado la 52a edición del Festival Internacional de Cine de Thessaloniki (en español, Tesalónica o simplemente Salónica), y paralelamente se prepara para la versión especializada en documentales, que tendrá lugar por decimocuarta vez en marzo. Segunda ciudad más importante del país después de Atenas, y considerada además la capital cultural griega, pese a que sólo un par de días antes de la inauguración el entonces primer ministro Papandreu había sembrado la incertidumbre mundial al anunciar su polémico referéndum (que finalmente no se realizó). A simple vista, Tesalónica no parecía reflejar esa "tragedia griega" de la que hablaban los medios europeos; la manera en que los organizadores evitaron que los invitados extranjeros sintieran las consecuencias de un terremoto en términos económicos y de gobernanza, se acercó a lo milagroso.

Al margen del certamen, como suele ocurrir con las ciudades-puerto, Tesalónica misma ofrece innegables atractivos al visitante: aunque en apariencia no tiene tantos monumentos artísticos como otros célebres destinos helénicos, la que fuera la segunda ciudad principal del Imperio Bizantino luego de Constantinopla sigue siendo un sitio que cautiva por su vitalidad y la convivencia entre lo tradicional y lo moderno. Además, aunque conserva muy poco de las construcciones de la época clásica, aún es posible encontrar vestigios de las diversas etapas históricas que denotan la transición entre lo helénico, romano y bizantino. La Universidad Aristóteles, la principal del país, permite que la población tenga un importante porcentaje juvenil, cuya bulliciosa y entusiasta presencia se hace notar en las actividades del festival. Y a pesar de todo, en la atmósfera se percibe de todos modos cierta melancolía, tal vez intensificada por la neblina matinal que suele invadir la costanera frente al Mar Egeo, que conecta el puerto con la Torre Blanca, símbolo de la ciudad. Un paisaje reconocible en dos de los títulos de referencia –Paisaje en la niebla y La eternidad y un día– del cineasta griego que falleció trágicamente en enero, el más reconocido internacionalmente de la historia, Theo Angelopoulos.

Twilight Portrait

Los enormes recortes de presupuesto del festival se asumieron tras bambalinas, y el evento se desarrolló de manera impecable, con tributos y retrospectivas, programas regionales, un foro experimental, un mercado y una selección internacional en competencia y también en muestra paralela. Un cine que vehicule una visión distinta a los estándares comerciales, con una acogida especial –pero no exclusiva– para lo joven y lo proveniente de horizontes más lejanos, que puedan mostrar otras miradas, atraviesa un programa amplio. La Competencia internacional, compuesta sobre todo de primeros largometrajes, tuvo como ganadores a la rusa Twilight Portrait (Portret v sumer kakh), de Angelina Nikonova (que logró el premio principal, el Alexander de Oro), mientras el premio especial del jurado fue para la checa Eighty Letters (Osmdesát dopisu), que también ganó el premio Fipresci de la competencia internacional.

En general la competencia reunió un panorama bastante amplio de un cine joven que a menudo escondía su juventud, en el buen sentido (madurez) y también en el malo (falta de frescura), así como en las temáticas abordadas. Por ejemplo, Le Vendeur, del quebequés Sébastien Pilote, pese a ganar varios reconocimientos en su periplo por los festivales internacionales gracias a su corrección y rigor, exaspera con su mirada llana y su falta de desarrollo en la historia de un vendedor de autos ya mayor, cuya vida gira en torno a su trabajo, su hija y su nieto, tratando siempre de ser el mejor y el más querido. Aunque sin escapar del todo a una cierta caricatura en la puesta en escena de algunas secuencias, el muy joven turco Tolga Karaçelik sí logró expresar en Tollbooth (Gise memuru) una voz honesta sobre temas existenciales relativamente clásicos –pero sobre todo para una generación mayor que la del realizador– a través del trabajador de peaje, siempre rígido y concienzudo, que un día pierde el control y tiene que empezar a enfrentar sus fantasmas: su relación odiosa con su padre, la mediocridad de su vida, su incapacidad de contacto social y amoroso... La mirada de la israelí Michale Boganim en Terre Outragée también es bastante clásica y muy sobria al abordar la catástrofe de la central nuclear ucraniana de Chernóbil a través de las poblaciones de los alrededores. Pese a algunas situaciones que se notan impuestas artificialmente por las necesidades de la coproducción, Boganim mantiene un equilibrio e incluso la emoción sin abusos en el drama. Quien no logró conservar ese equilibrio fue la alemana Brigitte Maria Bertele, quien en Der Brand logra atrapar al espectador con la traumática experiencia de una joven cuya inocente salida una noche a bailar salsa termina transformándose en un calvario en el que parece estar sola contra el mundo. Lástima que por el camino la trama y la puesta en escena se vuelvan reiterativas y el exacerbado tono dramático y la creciente inestabilidad psicológica de la protagonista no sólo van haciendo perder interés, sino además casi rozan el ridículo.

Behold the Lamb

Algunos debutantes sí se atrevieron a salir del terreno más seguro, aunque sea básicamente en el tono como la tragicómica Behold the Lamb (ganadora del premio al mejor guión), del norirlandés John McIlduff. Con fondo de drama social y pauperización, cuenta la improbable jornada de una joven drogadicta y el (hasta entonces desconocido para ella) padre de su novio... y una oveja. McIlduff prefiere el humor negro a la sutileza. La factura se ve descuidada por momentos, a favor de una soltura que hace la fuerza del film. Formalmente mucho más sólida, Without, primera película del estadounidense Mark Jackson (premio al mejor director) da prueba de una notable madurez de estilo, y a la vez de una toma de riesgo en la construcción. Joslyn, una silenciosa joven, llega a una isla a ocuparse de un hombre mudo y prácticamente paralítico, en una casa muy cómoda pero con muy mala telecomunicación. Se nota que es justamente aislarse lo que busca, y que está saliendo de un evento doloroso que poco a poco se revela. Entre la necesidad de duelo y el aislamiento físico y social, por momentos su propia lucidez parece en riesgo. Jackson no duda en introducir la extrañeza en el relato, y al acompañar la percepción de Joslyn, dejarnos sin la guía de un narrador omnisciente.

Otro logrado debut llegó de manos del mexicano Odín Salazar Flores con Burros, arraigado en la mejor tradición del realismo mágico. El pequeño protagonista, Lautaro, vive su gran aventura de aprendizaje cuando su madre lo manda lejos para evitar que corra la misma suerte que su padre, asesinado por querer crear una cooperativa de campesinos. Salazar consigue crear un ambiente de una gran coherencia entre la imagen, la percepción de Lautaro, los juegos temporales y lo natural y sobrenatural. Otra prometedora ópera prima, tal vez más convencional en la forma y modesta e ingenua en sus alcances, pero de todos modos muy efectiva, fue la israelí Mabul, de Guy Nattiv, mirada a los quiebres de una familia, que salen a la superficie cuando vuelve al hogar uno de los dos hijos, un joven sensible y autista. La competencia contó también con un film de animación, que aunque es difícilmente comparable a los otros títulos, claramente se destacó como una obra potente y fascinante, tanto en su imagen como en su temática y tono: Alois Nebel, primer largometraje del checo Tomáš Luňák, está basado en las novelas gráficas del escritor Jaroslav Rudiš y el dibujante Jaromír 99 en torno al personaje del título. La memoria histórica y el traumatismo de los eventos del siglo pasado están en el centro de este relato situado en una estación de trenes rural, en la frontera entre Polonia y la República Checa. El trazo es duro, las tonalidades oscuras, el ambiente inhóspito.

Burros

La competencia también incluyó otro título latinoamericano, la colombiana Porfirio, segundo trabajo del realizador Alejandro Landes tras el documental Cocalero. Desde su estreno en la Quincena de los Realizadores del 2011, el film ha llamado la atención en distintas latitudes, y pese a los vaivenes en el ritmo y la capacidad para mantener el interés del espectador –además de algunos reconocibles vicios que se han hecho costumbre en la última década en el cine latinoamericano "de festivales"-, es interesante cómo desarrolla la mezcla de documental y ficción que retrata la cotidianidad del particular protagonista homónimo, un carismático lisiado que esconde más de un secreto.

En Tesalónica, el espacio abierto en la programación para agrupar un panorama amplio de películas que por distintos motivos (un recorrido por demasiados festivales, un realizador de mucha experiencia...) quedan fuera de competencia es Open Horizons (sí, la palabra "horizontes" suele repetirse de un evento a otro). Acá estuvieron desde las producciones más premiadas de los grandes certámenes (Le gamin au vélo de los Dardenne desde Cannes, Fausto de Sokurov desde Venecia, Los descendientes de Payne desde Toronto, por nombrar algunas de esta edición en el certamen griego) hasta películas más pequeñas pero que habían estado dando que hablar en el último semestre. Una de ellas es Un amour de jeunesse, que ha tenido una acogida dividida entre los que (incluyendo a quienes firman) habían admirado Tout est pardonné y El padre de mis hijos, los dos primeros trabajos de la francesa Mia Hansen-Løve, de sólo 30 años, que habían sentado las bases de un atractivo y personal universo, que explora las relaciones humanas con sensibilidad y madurez. Mientras para algunos el film protagonizado por Lola Créton es una hermosa confirmación, con su melancólica y agridulce mirada al "amor de juventud" del que habla el título, para otros Hansen-Løve acaba por caer en lo que sus detractores le reprochaban (injustamente) desde el comienzo: un encierro vanidoso y autocomplaciente en una burbuja temática y estilística sin interés.

Weekend

Esa intención de captar y reflejar sentimientos íntimos, los anhelos y frustraciones, estuvo presente también en la estadounidense A Little Closer, ópera prima de Matthew Petock, en la que una madre soltera y sus dos jóvenes hijos enfrentan de distinta manera las pulsiones sexuales en un pequeño pueblo rural; y la británica Weekend, segundo film de Andrew Haigh, que ha cosechado muchas alabanzas gracias al entrañable retrato que traza a partir de la atracción que surge entre dos jóvenes gays durante un fin de semana. Lo que podría ser un conjunto de clichés en una suerte de versión homosexual de Antes del amanecer o Antes del atardecer de Linklater, es acá una cinta llena de frescura y calidez, que consigue conmover con su naturalidad, la espontaneidad y química de sus dos protagonistas y la puesta en escena sutil y dinámica de Haigh. Un grato hallazgo.

En Open Horizons se concentraron también los títulos sudamericanos, como Bonsái, de Cristián Jiménez y Drama, de Matías Lira. Ahí se encontraron igualmente las películas argentinas Las acacias (Pablo Giorgelli) y Abrir puertas y ventanas (Milagros Mumenthaler), ciertamente meritorias pero cuyos premios (la Cámara de oro de Cannes para la primera y el Leopardo de oro de Locarno para la segunda) podrían generar demasiadas expectativas, con la consecuente decepción, si se esperan obras innovadoras o (literalmente) extraordinarias. Es, a fin de cuentas, el riesgo del festival buzz. La tercera película transandina de la sección está a la altura del entusiasmo que ha creado. El estudiante, de Santiago Mitre, construye un potente discurso –o más bien observación cuestionadora– a través de una forma cinematográfica en total coherencia con el fondo (ver entrevista con el director).

En la sección Balkan Survey, Pankot en e mrtov (Punk's not Dead), de Vladimir Blazevski, logra algo notable: crear interés por personajes despreciables. Mientras tantas películas pecan por su conformismo, pensando que porque sus protagonistas son interesantes automáticamente nos importan, y ni siquiera intentan seducir al espectador, el film macedonio es implacable con sus protagonistas, un grupo de perdedores que tratan de reformar su antigua banda punk para un espectáculo. Con fondo de desintegración de la antigua Yugoslavia, Punk's not Dead convence y entretiene.

Adikos Kosmos

¿Y el cine griego? Aunque en los últimos años, gracias a los elogios y el paso por importantes festivales que han tenido títulos como Canino (premiada en Una Cierta Mirada y nominada al Oscar) y la excelente Attenberg (premiada en Venecia), se ha hablado de un renacer para una filmografía que no había dado demasiados avances en los últimos años, lamentablemente la programación de Tesalónica no logró entusiasmar con la producción local: si bien hubo trabajos que al menos aseguraban una saludable cuota de humor y costumbrismo (por ejemplo, Magic Hour, de Costas Kapakas), las dos películas helénicas de la competencia (la insoportable J.A.C.E., de Menelaos Karamaghiolis, y la inofensiva e intrascendente Paradisos, de Panayotis Fafoutis) fueron decepcionantes, por decir lo menos. De lo que alcanzamos a ver, además de The City of Children, de Yorgos Gikapeppas, ganadora del premio Fipresci a la mejor película griega, al menos es ineludible destacar Adikos kosmos (Unfair World, "mundo injusto") de Filippos Tsitos, que venía ya avalado por dos importantes premios en San Sebastián: la Concha de plata al mejor director y la de mejor actor para Antonis Kafetzopoulos. En el contexto bastante insatisfactorio del panorama de películas griegas recientes, había razones para destacar el trabajo de Tsitos como una "función especial". Sin proponer un estilo novedoso (otro film perfectamente calificable de "kaurismakiano" o "jarmuschiano") y tampoco sorprender, de todas maneras el cuento de (cuasi) hadas sobre un policía que trata de hacer justicia a su manera y termina matando a alguien, es atractivo e interesante.

Y más allá de la calidad programática, el certamen tesalonicense volvió a demostrar su solidez a pesar de los obstáculos lógicos para un país en medio de una severa y preocupante crisis, por mucho que en la ciudad ésta no se percibiera de manera directa. Pero de todos modos hay preocupación, como nos reconoció su director por segundo año consecutivo, Dimitri Eipides, quien aunque piensa que los próximos años podrían ser peores en lo económico, prefiere mantenerse optimista: "Tenemos presupuesto confirmado por tres años, lo que por ahora nos da tranquilidad; si más adelante continuaran los problemas, reduciremos algo los costos, quizás tengamos menos películas o menos días… pero de todos modos el festival seguirá, porque después de 52 años de existencia, yo no voy a enterrarlo, no voy a matarlo. No puedo, si alguien tiene que hacerlo tendrá que ser otro, porque no quiero ser el que termine con este evento. Porque ¿qué queda en este país? Cada vez hay menos cosas que permiten a la gente alejarse de su aburrimiento o su realidad diaria... El festival es esencial, y ha sobrevivido por casi seis décadas. Tenemos que sobrevivir, y para eso no podemos aislarnos de la realidad con indiferencia, pensando 'no importa, mañana todo será mejor'; tenemos que ser muy cuidadosos en este momento".

Dimitri Eipides

Ese optimismo Eipides también lo transmite a la actual situación de la cinematografía griega: "Durante muchos años nuestro cine fue muy introspectivo, no teníamos posibilidades de exportar nuestras películas y mostrarlas al público extranjero. Al mismo tiempo se realizaban películas con producciones costosas, al menos para el contexto griego. Los directores más reconocidos en esos años, incluyendo a Angelopoulos, eran muy estrictos, muy autoprotectores con su propio trabajo; había muy pocas posibilidades para que gente joven y talentosa pudiera hacer una película. Ahora, en cambio, en medio de la crisis, cuando no hay dinero ni fondos para hacer películas griegas, estos jóvenes han encontrado la forma de empezar a hacer películas con muy escasos medios, trabajando casi de manera colectiva: el equipo de una producción pasa a la otra, y así sucesivamente, colaborando unos con otros. De manera extraña, casi milagrosamente, estas películas son muy buenas, frescas, y no sólo son bien recibidas aquí: han tenido una nominación al Oscar, participado en Cannes y la competencia de Venecia, en 2011 ganaron dos premios en San Sebastián... entonces algo está pasando, y yo estoy muy optimista, porque la gente joven tiene una nueva voz y una nueva visión, y vienen sin restricciones, son valientes y atrevidos, porque quieren hacer películas, para expresarse a sí mismos y expresar sus visiones, sus miedos, y lo hacen con medios muy reducidos, costos muy bajos. ¡En el pasado solían gastar miles y miles de euros por nada, películas que nadie quería ver!".

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