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Pese a dejar voluntaria y momentáneamente de lado el polémico Anticristo del insalvable misógino y misántropo (¿y ahora mis-fílmico?) Lars Von Trier, un mini-balance parcial de los primeros días de Competencia Oficial que muestran que tanatos sigue dando tanto material al cine como el ubicuo eros, y que a menudo es el impulso de muerte el que genera un envión de vida. (Foto: Un prophète)
Por Pamela Biénzobas desde Cannes
Uno de los fenómenos que explica más claramente las limitaciones culturales en la recepción de una película, y que por lo general se trata de negar tras una pretendida comprensión intuitiva del arte, es tan básico que suele esconderse con vergüenza: a los occidentales nos cuesta distinguir a los asiáticos entre sí.
Es evidente que ése es el principal motivo de las reacciones mezcladas que provocó Chun feng chen zui de ye wan (Spring Fever) de Lou Ye. La trama entrecruzada, con tres protagonistas masculinos prácticamente con el mismo nivel de importancia en el relato, además de dos o tres secundarios, y dos mujeres de edad relativamente similar, no ayudaban mucho a comprender quién era quién. Sobre todo que más que triángulo amoroso, las múltiples y mezcladas relaciones configuraban una estrella o un asterisco sentimental. La cantidad de interpretaciones erróneas (y sobre todo dudas) que oí después de la función, ponían en práctica toda una gama de confusiones de personajes (creyendo que dos o tres eran uno solo, o que uno mismo era dos diferentes; e incluso confundiendo géneros...) lo que finalmente revelaba ser la base de la distancia que generó la película. En lo personal, durante la mitad de la cinta observé desde fuera, sintiéndome incapaz de involucrarme emocionalmente con lo que estaba viendo, hasta que logré dilucidar el entramado, darme cuenta de quién era quién, y sólo entonces comprender (en lo posible) las motivaciones y complejidades de cada cual. A partir de ahí pude entrar en el corazón de una película intensa y, aunque imperfecta y no necesariamente de lo más interesante, al menos capaz de crear su propio mundo. La cámara y el montaje son coherentes con la sensación de clandestinidad tanto al interior de la película como a las condiciones de realización de un cineasta censurado en China.
En el caso de Vengeance, de Johnnie To (Election), la historia misma integra ese problema no por una cuestión cultural sino porque Costello, un ex-mafioso francés en Macao, interpretado por el ídolo francés de música popular Johnny Hallyday, tiene un problema de memoria y necesita registrar a través de polaroids quién es quién, sobre todo para saber quién es su amigo y quién su enemigo. La película comienza con la masacre de una familia cuya única sobreviviente es la hija de Costello (la actriz Sylvie Testud). Cuando su padre llega de París a Macao para visitarla en el hospital y reconocer los cuerpos de sus nietos y yerno, jura vengarla. Pero para eso necesita la ayuda de asesinos locales, que encuentra por casualidad. Sin estar en lo más alto de la carrera de To, Vengeance despliega el talento, el estilo y ciertas temáticas típicas del cineasta asiático, como los lazos humanos, la familia (de sangre o no) y la lealtad.
Mafiosos y asesinos también están al centro de dos de las mejores películas de la competencia (que, debo advertir, no he seguido integralmente) hasta el momento: Kinatay, de Brillante Mendoza, y Un prophète, de Jacques Audiard. En su regreso a la Competencia Oficial sólo un año después de Serbis, el filipino Mendoza vuelve a retratar un microcosmos con sus propios códigos, pero esta vez a través de los ojos novicios de Peping. Durante el comienzo luminoso y optimista acompañamos el florecimiento de un joven adulto a la vida: a los veinte años, el estudiante de criminología ya es padre de un niño de meses y se está casando con su alegre novia, rodeado de una familia sólida. El mensaje de texto que recibe de un amigo durante clases, proponiéndole juntarse a la noche, quiebra todo. La idea es acompañar a un capitán de policía en una "misión" para cobrar coimas, pero que deriva en el secuestro de una prostituta. En la oscuridad desorientadora de la noche, Peping se ve sobrepasado por la violencia de la que debe participar fatalmente. La imagen es turbulenta, fragmentada y poco clara, tanto para el espectador como para el muchacho, que de pronto se da cuenta de que no tiene el menor margen de decisión. La vida que parecía comenzar bien era sólo una ilusión: sigue estando aplastado por el poder de otros, y aplastar a los que están más abajo ni siquiera es una opción para escalar, sino una obligación ineluctable para sobrevivir. Kinatay es una película abrumadora, intensa y oscura, que logra con creces la condición sine qua non del cine, de transmitir su fondo (tremendamente político y humano) no a través de la historia y las palabras sino a través de la construcción audiovisual.
Con bastantes puntos de encuentro e igualmente intensa, pero con una narratividad (dramática y fílmica) mucho más compleja, Un prophète, de Jacques Audiard (El latido de mi corazón) se pasea por lo géneros sin adherir a ninguno, para crear su propia poética. Al llegar a la mayoría de edad, el ingenuo, inculto e imberbe Malik pasa a la cárcel "de los grandes", y aunque trata de mantenerse fuera del sistema social, rápidamente se ve arrastrado al punto de tener que asesinar para sobrevivir. Aunque el tremendo peso del acto es evidente, y fuente de sufrimiento, en cierta forma también es una liberación o al menos un portal: hacia un estado de conciencia diferente (sus "conversaciones" con su víctima) y hacia un nuevo status social. Aunque no tiene más opción que unirse a los corsos (mientras que sus orígenes raciales y culturales -aunque no su religión- lo aproximan naturalmente a los prisioneros árabes musulmanes), pronto comienza a manejar la situación, entre instinto de supervivencia e inteligencia estratégica, para ganar poder material y político.
Cada detalle de la puesta en escena, la fotografía, el sonido y el montaje de Un prophète está prolijamente concebido y ejecutado, pero no para alcanzar un virtuosismo ostentoso, sino para mantener la película, durante sus dos horas y media de duración (siguiendo la tendencia, con muchos títulos de más de dos horas) en un estado de tensión permanente, conducida sin esfuerzo por la belleza y la poesía.
El asesinato también está presente en una película tremendamente luminosa y alegre, como una pulsión recurrente y como una insinuación del pasado de su protagonista masculino. Les Herbes folles, del octogenario Alain Resnais (esta vez sí que octogenario, y no como el lapsus del título de mi segunda crónica, ya corregido), es un nuevo ejercicio de estilo fresco, falsamente sencillo y verdaderamente jubiloso del maestro francés. Basada en la novela El incidente, de Christian Gailly, fotografiada por el notable Eric Gautier y protagonizada por los clásicos resnaisianos Sabine Azéma y André Dussollier, acompañados por Emmanuelle Devos y Mathieu Amalric, la pareja favorita del cineasta Arnaud Desplechin (Reyes y reina), la película se presenta como un juego narrativo muy literario. Sin embargo, como de costumbre en la obra de Resnais, es una exploración de las posibilidades y limitaciones narrativas de la imagen.
Todo a partir de un "incidente" banal: el cartereo de la dentista Marguerite Muir (Azéma). Quien encuentra su billetera tirada en la calle es el inestable (¿asesino?) Georges Palet (Dussollier), que a partir de ese momento se obsesiona con la mujer, creando una serie de situaciones, encuentros y rebotes que, más que por la historia misma, importan por la conducción del relato.
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