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L'Illusionniste de Sylvain Chomet

L'Illusionniste de Sylvain Chomet La angustia del mago ante el teatro vacío

Basándose en un proyecto jamás realizado de Jacques Tati, el creador de Las trillizas de Belleville revive en la animación el encanto y la melancolía del desaparecido cineasta llegado del mundo del music-hall. La notable cinta es uno de los grandes estrenos de la próxima versión del Festival de Cine de Valdivia que se inicia este jueves 14 de octubre.

Por Pamela Biénzobas

Dicen que nunca lo realizó porque era demasiado sombrío. Que él no podía ejecutar la prestidigitación tras haberse lastimado la mano rodando la escena de los fuegos artificiales de Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953). Que se preguntaba si acaso otro actor podría encarnarlo… En verdad quien lo dice hoy es el cineasta Sylvain Chomet, que medio siglo después llevó a la pantalla un guión inédito de Jacques Tati.

Conocido sobre todo por el espectacular éxito de Las trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), y tras un corto paso por la captura de imágenes en vivo (live action) en el film colectivo Paris, je t'aime (2006), Chomet volvió a las pantallas con una obra cargada de nostalgia. L'Illusionniste lleva en sí la nostalgia por el music-hall, tal como lo escribió Tati, y la nostalgia por ese querido tío bonachón del cine francés, que sólo el dibujo podía evocar. También la nostalgia por una estética que hoy se ve amenazada por la masificación del 3D.

Un año después de una completísima exposición en la Cinemateca Francesa sobre el universo, la vida y la obra de Jacques Tati, la película de Chomet vuelve a rendir homenaje a una personalidad y a un artista genial y total.

Además de deportista, actor, escritor, diseñador, realizador, Tati efectivamente tuvo también una carrera en el teatro de variedades antes de dedicarse al cine, y mantuvo el amor por ese mundo que él veía decaer ante sus ojos. De manera burlesca o melancólica, sus películas suelen estar atravesadas por la soledad de un ser al que le cuesta adaptarse a una cierta idea de sí mismo, y a una fascinación por la modernidad. En L'Illusionniste, aunque la figura es la misma –en el gran acierto de animar a Tati en vez de buscarle otra encarnación, dibujada o real, el grandulón torpe, de pocas palabras pero ante todo amable, no es el mítico Sr. Hulot, sino Jacques Tatischeff, verdadero nombre de su creador.

Enfrentado a una audiencia menguante, el ilusionista parte a Londres –en plena modernización– y luego a Escocia (Praga en el guión original) a probar suerte, pero cada vez se encuentra con el mismo fenómeno: los tiempos cambian, el público también, y con ellos los espectáculos. En el pub de un pueblo perdido al que llega a actuar, conoce a la inocente Alice, una niña –aunque ya dejando de serlo- que cree que el curioso extranjero es realmente un mago. Encuentra su público ideal.

La constatación nostálgica del fin de una era se mezcla con el impulso de proteger tanto a la niña (que creyendo ver en él la puerta hacia un mundo más mágico que su vida cotidiana limpiando un bar, lo sigue a la ciudad) como su inocencia. Sin embargo, cuando Tatischeff se da cuenta de que Alice, ahora una floreciente mujer, necesita entender que en la sociedad moderna no son los trucos sino el dinero lo que procura los objetos anhelados, sabe que tiene que romper su ilusión. "Los magos no existen", se esfuerza por hacerle comprender con la ayuda de un diccionario. Y parte, con su afiche nuevamente bajo el brazo, de vuelta al otro lado del canal de la Mancha.

Bruma gris

El guión final es obra de Chomet, quien leyó un par de veces la treintena de páginas sin diálogos escritas por Tati y conservadas bajo el título de trabajo "Película Nº 4". La primera idea la habría escrito el '53, pero luego la habría trabajado extensamente con Jean-Claude Carrière, el reputado guionista francés, autor de varias películas de Buñuel.

Fue la casualidad la que llevó el proyecto a manos de Sylvain Chomet, gracias a la recientemente desaparecida hija del cineasta, Sophie Tatischeff. Cuando, durante la producción de Las trillizas de Belleville, le pidieron su permiso para usar unas imágenes de Día de fiesta (Jour de fête, 1949), sintió que ese universo de animación sería el adecuado para dar vida finalmente al texto de su padre, que no quería ver interpretado por otro actor.

Si Tati mismo encontraba que la historia era demasiado sombría, Chomet no hace nada por alegrarla, sino que al contrario permite que la bruma escocesa termine de recubrir los restos de ilusión que podían quedar. La trama, los personajes y las contradicciones no están muy desarrollados, sino que todo funciona más bien por evocación, tendiendo hacia un cierto minimalismo narrativo propio de Tati.

La voluntad, inherente a la empresa, de insertarse en una cierta estética a pesar de la diferencia radical de técnica, encuentra su mayor –y mejor– expresión en la recreación de la gestualidad de Jacques Tati. Pero también, en alguna medida, en un intento por conservar en la animación ciertas características de filmación del autor de Mi tío (1958), quien privilegiaba los planos de conjunto amplios, largos, que permiten a la acción desarrollarse en y a través de la pantalla, más que guiarla en el montaje.

Jacques Tatischeff frente a Monsieur Hulot

Llevado al dibujo, más naturalista que en Las trillizas de Belleville, el resultado da por momentos la sensación de una historia contada a través de cuadros, a través de impresiones. Si el trazo vehicula tan bien la nostalgia que atraviesa L'Illusioniste, es que está impregnado de otra nostalgia de un mundo en declive, que Sylvain Chomet no pierde la ocasión de poner en palabras: la de la estética de la 2D ante la masificación de la 3D. Preciosista por momentos, la imagen de la película pareciera ser en sí un despliegue (¿como argumento de defensa o como legado para la posteridad?) de la belleza posible en una animación más clásica, que no busca borrar la huella del lápiz sino precisamente la de la tecnología que sirve aquí de herramienta necesaria y no de escuela.

Los magos no existen, afirma el protagonista. L'Illusionniste no puede, en un acto de magia, resucitar a Jacques Tati. Pero en su sincero homenaje, y aunque sea por evocación, permite la ilusión de reencontrarse con ese creador genial. De ahí el encanto innegable de la escena, aunque no sea demasiado inventiva, en que Jacques Tatischeff, debido a su torpeza, irrumpe en una sala de cine y se encuentra al Sr. Hulot frente a él. No es magia; sólo un guiño, un pequeño truco para ofrecer un momento de ilusión.

Tournée, de Mathieu Amalric
La angustia del productor ante la falta de magia

Por P.B.

Extraña coincidencia la que puso a dialogar a L'Illusionniste con Tournée, la nueva realización de Mathieu Amalric, que también aborda la decadencia del universo del music-hall. Sin embargo aquí no hay nostalgia sino, como suele serlo con esa persona global que es Amalric el actor, Amalric el cineasta, Amalric la presencia, aquí lo que hay es nerviosismo, angustia, una falta. Falta de medios para el productor que él mismo encarna, incapaz de conseguir salas para que se presente la tropa de new burlesque que llevó de Estados Unidos a Francia para una gira periférica (ya que no tiene cabida en el centro); falta de confianza de un ambiente que hace algunos años lo excluyó, lo rechazó; falta de lugar, a final de cuentas, para un hombre que pareciera estar en permanente búsqueda de algo como para convencer y convencerse de que sigue siendo necesario, aunque sabe que no lo es. Las excelentes striptisseras, creadoras de un espectáculo burlesco de aires feministas, no lo necesitan, en verdad. Ni siquiera sus hijos lo necesitan. Encarnando como sólo él puede uno de esos personajes tan patéticos como magnéticos, y con una cámara y un montaje que siguen ese mismo ánimo inquieto, desestabilizador, desconcentrado y agobiante, Amalric da vida a una historia que importa menos que esa vida. Pues Tournée, ganadora del premio oficial a la mejor puesta en escena y del premio Fipresci de la crítica internacional en el último festival de Cannes, respira, palpita y siente con una intensidad rara.

La cuarta realización de Amalric (tras Mange ta soupe, 1997; Le Stade de Wimbledon, 2001, y La Chose publique, 2003) muestra la decadencia de una industria, de un sistema codificado por la empresa del espectáculo. Ahí no queda magia, al menos no la que quisiera encontrar el productor que quiere redimirse, quiere volver a ocupar un lugar. Pero la magia quizás esté en darse cuenta, en medio de esas mujeres llenas de vida y fuerza, de que quizás simplemente se había equivocado de lugar.

 

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