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Días después de las celebraciones del Bicentenario en Chile, dos películas muy diferentes mostraban el revés de la patriotera postal chilena. (Foto: Post Mortem)

Por Pamela Biénzobas

Entre las distintas secciones del festival aparecen dos títulos de realizadores chilenos, aparte de Raúl Ruiz, en Competencia Oficial con Misterios de Lisboa (que queda para después del festival), Patricio Guzmán (Nostalgia de la luz está en Horizontes latinos) y de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, que presentaron Mitómana en Cine en construcción (es decir, no estar terminada por lo que no se comenta). Tras su aplaudido debut en Venecia llegó también a Horizontes Latinos Post Mortem, de Pablo Larraín, mientras que Lucía, de Niles Atallah, pasó de las últimas ediciones de Cine en construcción a la sección Zabaltegi.

Poco tienen en común las dos, si no es su nacionalidad y el hecho de abordar Santiago de una manera poco evidente y seguramente poco halagadora para los promotores de la imagen-país moderna y próspera. También están curiosamente conectados por los respectivos contextos políticos, que dialogan prácticamente desde las antípodas: mientras Post Mortem acusa el cataclismo del golpe militar, Lucía expone el letargo reinante (más que indiferencia) al momento de la muerte de Pinochet.

Esos calurosos días de fin de año en Santiago, en un Santiago casi invisible a las representaciones actuales de la ciudad, enmarcan una película de sensaciones y sobre todo percepciones. En Lucía la narración es una excusa, un delgado hilo conductor que pega una sucesión de momentos. Sucesión totalmente coherente, por cierto, pero eso ni siquiera importa. La principal coherencia, el gran logro de Lucía, es el plantearse inmediatamente en una propuesta propia, y cumplir con esa apuesta.

Lucía de Niles Atallah

La percepción del tiempo, que está lejos de ser estable para cualquiera, se transmite aquí no sólo a través del montaje (y el uso de secuencias más largas para permitir la duración), sino del tratamiento de la imagen misma, sencillos pero muy pertinentes efectos visuales, y la relación con el espacio, que también implica una experiencia temporal, concretamente (por ejemplo en el desplazamiento) o simbólicamente (el contraste de épocas y la tensión entre construcción y destrucción, con los nuevos edificios y las viejas casonas).

Aunque quede a nivel anecdótico, sin mayor incidencia en la acción, la situación de la historia a fines de 2006, así como la inclusión de una funa y de un personaje acusado de tortura, justamente aportan más a la percepción que a la narración. Son indicios de la incorporación del pasado a la normalidad. Los personajes no son indiferentes a lo que pasa, pero su capacidad de asombro está opacada por los años, por el calor reinante, o por un ritmo cotidiano que hace sentir que todo eso está lejos de ellos. Lejos como la casa del presunto torturador, lejos como ese día en que Lucía fue al circo y se lo contó a la grabadora. Lejos como pareciera estarlo el padre, incapaz de decir gracias, pero capaz de expresarlo todo en un pequeño regalo.

Lucía por momentos puede divertir, puede intrigar, puede aburrir, puede emocionar. Pero esos momentos variarán de persona en persona. Y es que, como un viejo álbum de familia encontrado en un mercado de las pulgas, se trata de una película íntima en todos los sentidos, desde el proceso de creación –pero eso poco importa al espectador- hasta el universo que retrata –con sus subjetividades, sus luminosidades y sus texturas-, y sobre todo en las conexiones que pueden establecerse entre los dos lados de la pantalla.

Cadáveres

Post Mortem de Pablo Larraín

Casi como una precuela de Tony Manero, Post Mortem pareciera volver sobre los orígenes de la psicopatía social rápidamente instalada. En un tono más retenido, nuevamente bajo la conducción de un personaje diseñado a la medida del lucimiento de Alfredo Castro, la nueva película de Pablo Larraín sitúa el golpe de Estado fuera de cuadro, como lo vivieron tantos que no vieron o vivieron en directo los hechos y las imágenes, sino a través de sus huellas. Uno de ellos es Mario, un tipo de una normalidad totalmente banal: solitario y torpe en su vida privada y social, pero perfectamente integrado y estable en su vida de funcionario público (dactilógrafo del Instituto Médico Legal). Cuando la mañana del 11 los militares allanan y destrozan la casa del frente, nosotros nos enteramos por los ruidos, pero él, bajo la ducha, ni se entera: sólo ve el resultado. Asimismo casi todo está mostrado y contado a través de las consecuencias. La elección de la morgue como escenario cumple perfectamente ese objetivo de mostrar la violenta irrupción de esas consecuencias en la normalidad; una normalidad definida, al fin y al cabo, por la presencia de cadáveres.

Mario pareciera mantener un equilibrio precario entre distintos aspectos representados por los personajes que lo rodean. Su jefe (Jaime Vadell) es una figura de autoridad, respetable y respetada. Su colega (Amparo Noguera) es una mujer sólida e independiente, que en un momento encarnará la catarsis. En cambio, su vecina y luego amante Nancy (Antonia Zegers) es la fragilidad, el delirio, la desconexión de la realidad. Pero es con ella que Mario está obsesionado, mientras que los referentes de normalidad estallan en pedazos.

Nuevamente, Larraín dosifica muy bien la metáfora para construir un relato que funciona en distintos niveles de lectura. Y lo hace con una realización cada vez más precisa y confiada, haciendo confluir todo el absurdo, el exceso y la perturbación hacia un plano final inacabable, angustioso, invisiblemente asesino que, como comentó un colega extranjero "perfectamente podría haber durado cuatro horas". O incluso 17 años.

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