Por Pamela Biénzobas desde San Sebastián

Los créditos finales de Pelo malo, tercer largometraje de Mariana Rondón, incluyen uno de esos "extras" que sirven para mantener el interés mientras desfila el texto, y para agregar un comentario final. En este caso (sin revelar de qué se trata), la banda sonora es una pegajosa canción. Pero si bien podía provocar un par de (amargas) sonrisas, resultaba difícil comprender la manera en que algunos espectadores de San Sebastián batían alegremente sus palmas al ritmo de la música. No porque la finísima película no mereciera un franco aplauso, sino porque, pese a su agudo sentido del humor, la alegría no es exactamente la materia con la que está tejida la compleja telaraña de emociones a la que está pegado Junior, el joven protagonista.

La candidata venezolana a la Concha de oro construye el retrato de Junior (interpretado por el conmovedor Samuel Lange) y de una sociedad sufriente con una notable economía de recursos, que respeta la inteligencia del espectador al evocar tanto sin perder su energía e intensidad en explicaciones innecesarias. Pelo malo es, entre otras cosas, la historia de un desgarrador desamor entre una mujer que sinceramente hace lo que puede, pero que simplemente no puede hacer más, y un niño que trata de hacer todo lo que puede, pero no sabe qué tiene que hacer. Sólo sabe que necesita más amor. Quizás pueda conseguirlo con un pelo liso como el de los cantantes célebres, el de las reinas de belleza, pero también el de su hermanito que recibe todo el cariño que a él se le niega por torpeza.

Pelo malo

Martita (Samantha Castillo) es una joven viuda que trata de suplir al padre ausente actuando con una dureza en la que se mezclan rigor y sobre todo cólera mal canalizada (la que incluso le costó su trabajo como guardia de seguridad, que trata de recuperar desesperadamente). Martita ve con horror en la obsesión de Junior por su pelo una señal inequívoca de homosexualidad. Efectivamente el niño está en una fuerte crisis de identidad que incluye la sexual; efectivamente su fascinación por hombres bellos es muy posible que se cristalice en deseo sexual cuando llegue a la pubertad, aunque también tiene que ver con la necesidad de tener un modelo. Pero lo más importante es conseguir el amor de su madre. Y cuando se da cuenta de que su obstinación con el pelo y sus reflejos afeminados sólo provocan rechazo y rabia, tendrá que optar por afirmar su identidad o unirse él mismo a ese rechazo.

La construcción reposa en una fotografía (de Micaela Cajahuaringa) que obedece, en sintonía con el montaje (Marité Ugas), a la misma lógica del guión, de mostrar sirviéndose eficazmente de las miradas, el enfoque (de cámara y de atención) y la tensión entre lo que se expone sin pudor y el fuera de campo.

El film está fuertemente anclado en una realidad en particular, descrita sin insistencia en frases dichas al pasar, en miradas, en ruidos de fondo, en la ineluctable "normalidad" de una vida cotidiana enfrentada con valiente resignación. Pero al mismo tiempo, en la sutileza de su tratamiento de las relaciones humanas y el dolor existencial, Pelo malo es, sin alardes, de una extraordinaria universalidad.