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Jorge Teillier

Vamos al biógrafo El cine según Jorge Teillier

Autor de una decena de libros de poesía, Teillier (1935-1996) recreó el espíritu del paisaje de la frontera, de esos pueblos que parecen "guijarros o perdices echadas". Aunque el cine no forma parte importante de su exploración poética, en este notable texto publicado originalmente en 1969 en la revista Plan, se centra en lo que ha sido la adaptación de algunos textos literarios al cine, con la lucidez y sensibilidad que lo han hecho inmortal.

Por Jorge Teillier

Este Domingo otoñal estoy sentado en una plaza de barrio, "pueblo de gorriones donde el rey es el pan". Leo en el diario la noticia de la muerte de Judy Garland ("aficionada a las píldoras y a la bebida"). En el cine de enfrente, los niños entran a la matiné, tal como hace años en un pueblo de provincia de cuyo nombre siempre me acuerdo. Los niños de entonces hacíamos cola para ver a Judy Garland en El mago de Oz (1939) que nos fascinaba cantando "Allá en el arcoiris" (una de las canciones oficiales del País de Nunca Jamás), canción que nos alentaba a seguir viajando con ella y con el León Cobarde, El Hombre de Paja y El Hombre de Lata hacia el castillo de Oz.

"Volví a ver El Mago de Oz con Teófilo Cid. El encanto de la matiné infantil había desaparecido"

Muchos años después (o no tantos, Judy Garland ha muerto a los cuarenta y seis) en un rotativo de la capital fuimos con el difunto Teófilo Cid a ver El mago de Oz. El encanto de la matiné infantil se había desvanecido. Sólo la adolescente Judy se mantenía con su canción. Así empecé a creer que las películas pueden dividirse en dos clases: las que pierden en el recuerdo, las que ganan en el recuerdo. Perdió El mago de Oz, perdió Puerta de Lilas (René Clair, 1957), pero aún en mi memoria patinan los Dogde 29 de Scarface (1932), suena el corno imperial de la diligencia que anuncia la llegada de Mr. Pip a Londres en Grandes ilusiones (David Lean, 1946), y M, el vampiro de Düsseldorf (1931) mira junto a un cuchillo a una niña -su futura víctima- reflejada en un escaparate de una vitrina de Düsseldorf.

"Ir al biógrafo", decían mis parientes. "Ir al teatro", digo todavía yo. "Ir al cine" o, mejor dicho, "vamos al cine", me dice una voz que amo. Pero ya al cine para mí empieza a marchitarse, aún cuando no se crea que por la presencia de la televisión, que no veo nunca y que creo que me niego a ver por hallarla -pido aval a Robbe-Grillet- anticuada. Tal vez no me interesan tanto las películas, sino el acto ceremonial de ir al cine, como lo fue en el tiempo en que los compañeros de curso seguíamos la seriales, que dejaban siempre en el "peligro" al jovencito. Peligro que nos tenía preocupados toda la semana hasta la próxima serie. Creo que lo importante en esta maltrecha ciudad de Santiago es no ver cine, sino estar en el cine, este espacio mágico que nos saca del hogar y la rutina. El cine es el lugar donde se contradice la aserción de Heráclito de que el hombre está solo cuando sueña. Se asiste a un sueño colectivo, propio de solitarios que se encuentran en un común múltiple, tal como los verdaderos bebedores de vino. De pronto me introduzco en él, pero en verdad no puedo siempre compartirlo: creo que el público del cine es uno de los más maleducados y atrabiliarios existentes. ¿Qué se puede soñar junto al vecino que se duerme, las damas que comentan el desarrollo de los hechos, las novias que hacen crujir el paquete de caramelos regalados por su novio el joven oficinista, las toses irrefrenables de los ancianos, las risas histéricas cuando hay escenas trágicas? Pero no debo tampoco quejarme tanto: recuerdo que en la galería del cine Victoria vi a mis rústicos coterráneos presenciar en religioso silencio Hamlet (1948) de Laurence Olivier.

¿De qué vale un libro sin dibujos?, podríamos repetir con Alicia cuando ingresa al País de las Maravillas. Mucho me interesa ver obras literarias llevadas al cine. Y en ellas casi siempre resulta que las de segundo orden son las que salen mejor paradas. Así Días sin huellas (1945) es mejor que la novela del recién fallecido Charles Jackson, a mi juicio, y el título -raro acierto del traductor- también es mejor que El largo fin de semana del original. Porque en general los buenos títulos se pierden en la traducción. Así, She had a yellow ribbon (Ella tenía una cinta amarilla) se transforma en La legión invencible (John Ford, 1949) y Esperando a Carolina en Indecisión de mujer (1967), para citar un reciente film (me niego a escribir filme) canadiense, notable por su plasticidad comparable sólo a Elvira Madigan (1967).

El ángel azul (1930) tiene un resplandor que no nos da la obra originaria de Heinrich Mann. Esto se debe a Marlene Dietrich, tan vigente ahora como hace treinta y cinco años; ella era el eterno femenino; a su lado Emil Jannings, con sus tics de viejo actor, nos parece sólo conmovedoramente ridículo.

"El bebé de Rosemary es demonología de fácil consumo, pese al talento de Polanski"

¿Qué he visto en las grandes novelas llevadas al cine sino ilustraciones? Es el caso de La guerra y la paz de Tolstoi. El príncipe idiota de los franceses (con Gerard Phillipe, ese "chic type") o de los soviéticos. No suele ser mejor ver el cine verdadero que es para mí el western donde hay grandes espacios, gestas, héroes maniqueístas. Por supuesto, nada hay que hacer con los westerns italianos que son como el nescafé al verdadero. Prosiguiendo con las novelas llevadas al cine últimamente me pareció bastante digna la de El corazón es un cazador solitario, aún cuando se soslayan algunos hechos fundamentales: el antirracismo expreso de Carson McCullers, así como el que uno de los personajes, borracho, ha sido comunista en un tiempo y expulsado de sus empleos. En cuanto a El bebé de Rosemary, la versión cinematográfica -bastante fiel al original- me parece superior debido al talento de Polanski, a la novela de Ira Levin, sólo un producto de hábil artesanía, en donde falta el sentido de horror del mal, la creencia se diría mejor en el mal. A este respecto se me ocurre que Polanski es a Ingmar Bergman lo que Levin a Huysmans en Allá abajo, por ejemplo. El bebé de Rosemary (1968) es un poco demonología de fácil consumo, una especie de Coca Cola, y de ahí tal vez su éxito entre el público.

"Me extrañó el fracaso de público de Tres tristes tigres de Raúl Ruiz"

Y hablando de público, siempre me ha extrañado el fracaso de los Tres tristes tigres (1968) de Raúl Ruiz. Tal vez el chileno no se quiere ver retratado ni siquiera en su lenguaje. Y también este es un índice de que, tal vez por desgracia, la opinión de los críticos no es tomada prácticamente en cuenta por los asistentes al cine. Sí, el western, las películas de terror -tan escasas de calidad, por desgracia- y las cómicas, son mis preferidas. Y entre los cómicos, fuera de Chaplin, naturalmente, prefiero a los Hermanos Marx (verdaderamente surrealistas según Antonin Artaud, que los aclamó desde su primera película), los impagables Laurel y Hardy, geniales más bien en sus películas cortas que en sus largometrajes. Tati que ha creado Monsieur Hulot al personaje que representa la añoranza de la pequeña burguesía francesa por su modo de vida amenazado por el maquinismo. Ciertamente para mí fue una sorpresa Jerry Lewis, que siempre me había parecido burdo, en El bocón (1967), donde tan patéticamente muestra la incomunicación del hombre moderno, la carencia de diálogo que me recuerda a la mayor parte de las conversaciones entre chilenos: cada uno monologa por su cuenta, sólo hay contacto cuando los monólogos coinciden.

"Vamos al cine", me van a decir hoy día. Y veo que ya no hay películas buenas en cartelera. Lo mejor será seguir el sistema de André Breton y entrar al azar, sin siquiera mirar el cartel de anuncio. Por lo demás, recuerdo haber leído u oído que todas las películas, considérense buenas o malas, tienen sólo 10 minutos que valen la pena. Vamos al cine, entonces.

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