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¿De qué hablamos cuando hablamos de cine chileno? La desmemoria obstinada

Mirar hacia atrás, al pasado, es una práctica que el cine chileno rara vez ha experimentado. Por desconocimiento, falta de rigor histórico o simplemente porque no hay dónde verla, su historia parece condenada a la labor de esforzados historiadores, mientras que en la pantalla grande escasas veces se ha hecho cargo de su tradición.

Por Jorge Letelier

En una conversación ocurrida hace más de diez años, el cineasta Cristián Sánchez decía que en la Escuela de Artes de la Comunicación de la Universidad Católica -el único lugar donde se alcanzó a enseñar cine hasta los primeros años de la dictadura-, los alumnos se dividían en dos bandos irreconciliables: Littinianos y Ruicianos.

El chacal de Nahueltoro

Mientras los primeros evocaban el compromiso político y la vocación revolucionaria tal como fue en sus orígenes el realizador de El chacal de Nahueltoro , los ruicianos propugnaban un alejamiento de la realidad contingente y una mirada tangencial e irónica al siempre inasible concepto de chilenidad . Ambas formas de ver y sentir el cine eran, por cierto, antagónicas.

Pero a poco andar, el fanatismo desapareció. Ni la obra posterior de Littin, filmada en distintos países, ni la exitosa trayectoria francesa de Ruiz han sabido de herencias entre los nuevos realizadores nacionales. Y más allá de todos los impedimentos que ha significado por años apreciar dentro del país al cine hecho en el exilio, la sencilla anécdota narrada por Sánchez es, desde una perspectiva histórica, ciertamente trágica. Porque la dificultad de comprobar algún tipo de herencia estética perdurable dentro del cine chileno es un hecho indesmentible. La negación o el desconocimiento de su propia historia -bajo estos términos- ha sido un sello que ha acompañado los primeros cien años de la historia fílmica nacional.

En esta situación confluyen una serie de factores concretos, reales, con otros que podríamos llamar subjetivos. Entre los primeros, el más importante es sin duda la desaparición de casi la totalidad de los filmes realizados en el periodo mudo (de un total de 78 largometrajes argumentales, la única excepción la constituye El Húsar de la muerte . Esto no sólo constituye una pérdida patrimonial de incalculables proporciones, sino que la virtual invisibilidad de un periodo especialmente fecundo en la cinematografía nacional.

Como lo cuenta Alicia Vega en su fundamental libro Re-visión del cine chileno (1979), en el país se constituyeron casa productoras en ciudades como Iquique, Antofagasta, La Serena, Valparaíso, Santiago, Concepción, Valdivia, Osorno, Puerto Montt y Punta Arenas. Se llegó incluso al hecho, citado por la propia Vega, de que la película de Jorge Coke Délano, La calle del ensueño (1929), ganó la medalla y diploma de honor en la Exposición Internacional de Sevilla de ese año. Y sin ir más lejos, la realizadora antofagastina Adriana Zuanic, realizó el año pasado el alabado documental Antofagasta, el Hollywood de Sudamérica (premiado en el pasado Festival de Montevideo), donde investigó sobre la efervescente producción fílmica en esa ciudad durante los años veinte.

Estos datos revelan que más allá de la supuesta estatura artística de estos filmes hoy perdidos, existieron condicionantes para poder agrupar la actividad bajo el concepto de una pequeña industria que pudiera sentar las bases de una historia propia, de un piso desde donde poder identificarse y proyectarse hacia el futuro. Y si la etapa muda sólo puede conocerse a través de reseñas, el periodo que le sucedió, hasta comienzos de la década del sesenta, es virtualmente inaccesible para los actuales críticos, directores y estudiantes de cine.

La dama de las camelias

Porque, ¿quién puede afirmar que ha visto el grueso de la obra de Délano, Eugenio De Liguoro o José Bohr, para intentar trazar algunas líneas de continuidad entre aquellos filmes y la producción contemporánea, o más simplemente, conocer de primera mano los ejes en que se ha desarrollado la actividad fílmica nacional?. Es sintomático comprobar que una cinta como La dama de las camelias (José Bohr, 1947), filme restaurado hace algunos años por Daniel Sandoval con apoyo del Ministerio de Educación, nunca haya sido posible de ver en exhibiciones regulares abiertas al público común. La distancia que se forma así, entre el cine chileno contemporáneo y su historia, es insalvable. Esto lo advierte un revelador artículo escrito por Jorge Morales en la revista Páginas Chilenas (enero de 1999), donde afirma que "el realizador nacional es huacho y está condenado a vagar sin padre''.

Por investigaciones precedentes (la propia Re-visión del cine chileno , o Historia del cine chileno , de Carlos Ossa Coo), se sabe que el grueso de la producción que abarcó desde comienzos del sonoro hasta la década del sesenta, tuvo su nicho principal en la comedia popular, donde a menudo "falsos huasos compiten con falsos rotitos en diálogos y canciones registradas en idénticas canciones monofónicas'' (Alicia Vega, op. cit.). La pregunta surge de inmediato: ¿Habrá algún rasgo en común entre este grupo de filmes y la reciente tendencia a la comedia costumbrista popular, consagrada por el éxito de El chacotero sentimental (Cristián Galaz, 1999)?.

Por otra parte, la corriente que comenzó a forjarse a fines de la década del sesenta, con títulos significativos como Largo viaje (Patricio Kaulen, 1967), El chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969), Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969), y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1969), -generación brutalmente abortada por el golpe militar de 1973-, si bien concitó la atención crítica y cierta repercusión en festivales, tampoco logró crear una herencia que se pueda determinar fehacientemente en los actuales filmes nacionales. Siguiendo la tesis del citado artículo, da la impresión de que ninguna de estas cintas ha tenido las condiciones artísticas de convertirse en la gran' película chilena, "aquel filme entrañable que podamos ver hasta el cansancio y sin rendirnos, y seguir aprendiendo'', como tan ilustrativamente lo describe Morales.

Por ello es que títulos importantes de los últimos años, como La frontera (Ricardo Larraín, 1991), El chacotero sentimental, Coronación (Silvio Caiozzi, 2000), o Taxi para 3 (Orlando Lübbert, 2001), , dejan la sensación de que están consecutivamente cimentando las bases de la historia fílmica del país. No deja de ser revelador que El chacotero sentimental , el mayor éxito comercial del cine patrio pero a la vez un filme de discretas virtudes cinematográficas, haya logrado crear una escuela en torno a este dudoso concepto de comedia popular (bastante añejo, como hemos visto), al que han respondido cintas como El desquite (Andrés Wood, 1999), Taxi para 3 , La fiebre del loco (Andrés Wood, 2001) y Negocio redondo (Ricardo Carrasco, 2002), entre otras.

Coronación

Bajo un prisma bañado por la ironía, podemos concluir que la memoria se instala como el gran factor que ha relativizado el desarrollo del cine chileno, así como también de nuestra historia política reciente. La imposibilidad de ejercerla, ya sea por no quererlo en el caso de la esfera política (falta de coraje o sumisión a los poderes fácticos, a fin de cuentas), o por no tener cómo, en el caso del cine, se revela como el gran fantasma al que se enfrentan las nuevas generaciones. Y este razonamiento no sólo es posible de aplicar a una continuidad supuestamente necesaria en términos históricos, sino que también a su caso opuesto, es decir, al asesinato del padre para reconstruir desde otra perspectiva un posible paradigma estético dentro del cine chileno, tal como lo hizo en Francia a fines de la década del cincuenta un puñado de realizadores jóvenes quienes al repudiar el cine hecho con anterioridad ( el cinema de papá ), dio inicio a la Nueva ola , movimiento que no sólo renovó los anquilosados parámetros estéticos del cine francés, sino que marcó un antes y después dentro del cine contemporáneo.

Por ello es que al cumplirse el primer centenario de nuestra cinematografía, y en momentos en que el cine parece cada vez más una actividad de contornos industrializados (prefiero esta acepción a llamarla derechamente industria), donde tanto la consolidación del aporte del Fondart, como la sostenida producción y la cada vez más frecuente presencia de filmes chilenos en festivales internacionales son hechos insoslayables dentro de su crecimiento, la ausencia de una historia cercana, real y plenamente asumida, es un desafío pendiente pero a la vez una deuda que cada realizador, quiéralo o no, carga tras de sí.

 Fecha de Publicación: 6 de octubre de 2003.

 

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