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La vida fluye Boyhood, de Richard Linklater

En el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, este viernes 19 de septiembre, Richard Linklater recibirá el Gran Premio Fipresci a la mejor película por "Boyhood". Tras la votación de 553 críticos de todo el mundo, la cinta se coronó superando a sus más cercanos perseguidores: "Winter Sleep" de Nuri Bilge Ceylan, "Ida" de Pawel Pawlikowski y "The Grand Budapest Hotel" de Wes Anderson. Una mirada a la película de Linklater cuyo rodaje abarcó más de una década con un grupo de fieles actores �entre ellos dos niños- representando los ires y devenires de una familia.

Por Pamela Biénzobas

Doce años filmando con el mismo elenco y básicamente el mismo equipo, reuniéndose algunos días al año para conversar, delinear el guión en función de lo que está atravesando el joven protagonista en su vida real, y luego rodar, para luego montarlo todo en un solo largometraje. El proyecto es original y sobre todo logrado, pero no es el motivo por el que Boyhood, de Richard Linklater, es una gran película. La gracia está en lo que el texano, obsesionado con el transcurso del tiempo (como tantos cineastas y cinéfilos), construye gracias a ese dispositivo.

El relato/retrato de infancia y adolescencia está humildemente atravesado por una cierta gracia. Esa que tanto buscaba de manera pesada en otras películas, como la sobrestimada (en un punto de vista personal que sé minoritario) serie de Céline y Jesse (Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes del anochecer), aquí fluye con naturalidad. Hay momentos y situaciones que piden más sutileza, es cierto, pero globalmente la película se eleva precisamente gracias a lo que sus detractores le reprochan: mirar y acompañar la cotidianeidad sin reposar en la dramatización.

Entre los innumerables factores de riesgo y azar de embarcarse en una aventura a tan largo plazo, probablemente el principal es saber si el niño actor que se elige a los 6 años mantendrá el mismo compromiso y talento hasta los dieciocho. Haber apostado por Ellar Coltrane para encarnar a Mason (el niño de la niñez titular) es uno de los grandes aciertos de los que Linklater puede jactarse. Lo vemos crecer frente a nuestros ojos, con sus transformaciones físicas, de imagen y sobre todo con su mirada irradiando una creciente conciencia del mundo y la vida.

A Mason le pasan muchas cosas, inspiradas de su realidad en cada etapa y también de los recuerdos de Linklater. Pero lo importante no es contarnos lo que le pasa, sino acompañarlo en sus vivencias: cambio de ciudad, la relación con el padre separado (Ethan Hawke), con la hermana insoportable (Lorelei Linklater, hija del realizador), y sobre todo, en la línea narrativa más construida y el personaje secundario más conmovedor y fundamental, las vicisitudes personales de la madre (Patricia Arquette, espléndida).

Tras 165 minutos, Boyhood da un corte final con el ingreso de Mason a la universidad. Pero podría haber seguido indefinidamente, sin problema. Pues de lo que se trata es del flujo, de esa certeza de estar presenciando un momento efímero, precedido por toda una vida y abierto a todas las posibilidades.

La gran diferencia entre este ejercicio y el de películas como Antes del amanecer o Antes del anochecer es que en la famosa serie Linklater intentaba comprimir, en el espacio de unas horas (un día o una noche), diálogos y reflexiones que abarcaran la vida entera y su sentido. Al soltar el relato y su marco temporal en Boyhood, esas reflexiones atraviesan naturalmente las situaciones y diálogos, pues está dejando fluir la vida. Y algo que podría acercarse a su esencia vaporosa emana de esos momentos, aportando, sin pretensiones, no un sentido ni una definición, pero algo que se le acerca y que tiene que ver con la autenticidad.

Ese mismo contraste entre dos maneras distintas del mismo realizador de abordar el presente efímero y trabajar el tiempo fílmico muestra que la cuestión va mucho más allá de la compresión de un período en la duración de la película. El problema está su intento por comprimir la vida en un período determinado de su ficción. Así, el artificio extremo de Boyhood le aporta toda esa autenticidad que los intentos de naturalidad de los otros ejemplos los recargaban en artificialidad.

La particularidad de la filmación de Boyhood es indudablemente más que un dato anecdótico y define la película, que no podría describirse sin citar ese dato. Pero ese gran logro de producción no es la base y no el motivo de su valor: haber permitido a Richard Linklater desplegar su talento y sensibilidad frente a la vida, con sus cuestionamientos existenciales y su belleza cotidiana.

 

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